Todo empezó en otro lugar
Aunque sus datos estén siempre a la espera de ulteriores
hallazgos, los paleoantropólogos datan el origen remoto de lo que hoy
entendemos por “humanidad” hace varios millones de años (200.000 años si
hablamos del homo sapiens) y lo
sitúan en el corazón de África. A partir de ahí y mediante sucesivas oleadas
motivadas por causas diversas y no siempre suficientemente conocidas, esos
primeros homínidos fueron paulatinamente poblando el resto del planeta, dando
así lugar a la rica diversidad de la que hoy disfrutamos.
¿Disfrutamos? Bueno, disfrutamos y padecemos. Porque esa
mixtura que conforma el género humano ha sido motivo y coartada a lo largo de
los siglos para las más variadas tropelías. El “otro”, el extraño, el
diferente, es decir, cualquier persona para todas las demás, ha sido a menudo tratado
como chivo expiatorio, despersonalizado, cosificado y expuesto ante “los
propios” como causante de todos los males, como origen último de todas las
amenazas. Es como si en todas las culturas anidara, más o menos aletargada, más
o menos vigilante, una perversa necesidad de encontrar un “otro” que focalice
los temores de la comunidad y oficie así como “cabeza de turco”. Proyectar
sobre esas personas todos los males que a una determinada comunidad aquejan,
actúa como una suerte de exorcismo que, sin resolver realmente ningún problema,
parece ser tranquilizador.
Como dice García Canclini (2004), “la extrañeza de la otredad y el
rechazo de su diferencia se forman a menudo al ir depositando en los demás
caracteres que negamos en nuestra vida para proteger la coherencia de nuestra
imagen”. Caracteres que, a
menudo, no tienen ninguna relación real con las personas sobre las que se
proyectan, que acaban encarnando estereotipos imaginarios que, sin embargo,
tienen un impacto cierto en la realidad. En palabras de Amin Maalouf (1999), “es nuestra mirada la que muchas veces
encierra a los demás en sus pertenencias más limitadas”. En parte porque, al parecer,
necesitamos esa proyección, de manera más o menos inconsciente, para construir
nuestra propia identidad, nuestra particular diferencia.
Como dice Amartya Sen
(2007), “la atribución de
determinadas características a un grupo específico puede preparar el camino
para la persecución y la muerte”. A
lo que añade que “ver a una
persona solo en términos de una de sus muchas identidades constituye una
operación mental profundamente rudimentaria”. Investimos
a los otros de identidades que resultan, en gran medida, de construcciones
imaginarias que, sin embargo, tienen un impacto efectivo sobre la realidad. Un
impacto con frecuencia negativo para la convivencia entre personas diferentes,
porque reviste la realidad de un sinfín de fantasmas de los que resulta difícil
desprenderse.
Sin embargo, a pesar de que la historia revela incontables
barbaridades basadas en esta dinámica social y cultural, también podría
escribirse una historia alternativa de la humanidad en la que se pusiera de
manifiesto el enorme acervo cultural que la diversidad que nos caracteriza como
especie ha generado. Además, no se trata de una riqueza estanca como la que
puede verse en cualquier museo que albergue en sus diversas salas momentos
petrificados de la historia de la humanidad o de una determinada cultura o
país. Por el contrario, humanos y humanas del siglo XXI somos lo que somos como
resultado azaroso de un aluvión de mezclas en las que ya resulta imposible
discriminar la procedencia de cada rasgo. Y no solo desde el punto de vista
físico, que también. La música que escuchamos; los libros que leemos; las
personas con las que trabajamos o nos relacionamos presencialmente o a través
de internet; los alimentos que llenan nuestros platos; las ropas que vestimos;
los objetos que decoran nuestras casas…; en definitiva, las personas que somos,
son fruto del mestizaje, de la impregnación de nuestras culturas “de origen”
por todas aquellas otras culturas que, a través de una relación directa o
mediada, van formando los cimientos en los que nuestra identidad se basa.
Somos, como dice Amin Maalouf (1999), “seres
tejidos con hilos de todos los colores que comparten con la gran comunidad de
sus contemporáneos lo esencial de sus referencias, de sus comportamientos, de
sus creencias”. Una afirmación
compartida por Sen (2007), en la obra ya citada, cuando recuerda que “cada uno de nosotros puede tener, y
tiene, diferentes identidades relacionadas con diferentes grupos significativos
a los que pertenece de manera simultánea”.
Somos, en definitiva, resultado de incesantes mezclas. Y
podemos crecer con tal riqueza o utilizarla como vía para desacreditar al otro
y mitigar así nuestros temores, nuestras inseguridades.
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