martes, 7 de agosto de 2018

Segundas Intenciones


Todas las intenciones son segundas intenciones. La palabra fue dada al hombre para permitirle esconderlas. La felicidad necesita hipocresía. El silencio permite ocultar nuestra barbarie. La lucidez es una especie de segunda intención desenmascarada; lo impúdico se vanagloria de exponer el fondo de su cerebro. 

Hasta la sinceridad es un disfraz: hacemos creer que no tenemos segundas intenciones, cuando tenemos como segunda intención hacer creer que no la tenemos.

No toda segunda intención es necesariamente vergonzosa o sucia. El escritor es un hombre que da vueltas a sus segundas intenciones en su rincón, la literatura es el arte de manipular al lector sin desvelar todo lo que trama. La escritura no revela nunca por completo el fondo de un pensamiento brillante y destructor sobre el que el autor no tiene control. 

La vida consiste en pensar en otra cosa distinta a lo que hacemos, lo que escribimos o lo que eructamos. El hombre piensa demasiado, y si algunas personas disimulan sus pensamientos no es por miedo a desnudarse ni porque sean forzosamente malvados, sino (también) porque quieren demasiado bien al prójimo: si se conociera la bondad de los callados, correríamos el riesgo de canonizarlos en vida.


¿Qué sería del mundo sin segundas intenciones? Viviríamos como en un programa de tele realidad. Todos los ciudadanos serían grabados, su correo espiado, su existencia exhibida todos los días voluntariamente. 

No existiría la vida privada, todos los pensamientos se publicarían instantáneamente en medios mundiales y gratuitos. Un mundo sin segundas intenciones sería terrible, invivible e inhumano. 

Se trataría de un sistema totalitario, absurdo y brutal, un apocalipsis espantoso, la garantía de la infelicidad absoluta para toda la humanidad. 

Sería el mundo actual.

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