martes, 4 de diciembre de 2018

Cuando El Stress Nos Atrapa


Siempre utilizamos la expresión «el peor momento posible» para referirnos a los problemas y presiones que nos sacan -al menos aparentemente- de nuestras casillas. Las situaciones que nos estresan parecen multiplicativas, en una escalada en la que cada nuevo paso parece más insoportable que el anterior hasta llevar­nos al borde del colapso. Poco importa entonces que se trate de pequeños percances que normalmente afrontaríamos sin mayor dificultad porque, súbitamente, nos vemos desbordados ya que, como decía el poeta Charles Buckowski: «no son las grandes cosas las que terminan llevándonos al manicomio sino el cordón del zapato que se rompe cuando no tenemos tiempo para arre­glarlo».


Desde el punto de vista de nuestro cuerpo no existe ninguna diferencia entre nuestra casa y nuestro trabajo. En este sentido, el estrés se construye sobre el estrés, sin importar lo más mínimo cual fuere su causa. Porque el hecho de que, cuando estamos sobreexcitados, el más pequeño contratiempo pueda desencadenar una respuesta extrema, tiene una explicación bioquímica ya que, cuando la amígdala pulsa el botón cerebral del pánico, desencadena una respuesta que se inicia con la liberación de una hormona conocida como HCT [hormona cortico trópica] y finaliza con un aflujo de hormonas estresantes, principalmente cortisol.

Pero, aunque las hormonas que secretamos en condiciones de estrés están destinadas a desencadenar una única respuesta de lu­cha o huida, el hecho es que, una vez en el torrente sanguíneo, perduran durante varias horas, de modo que cada nuevo inciden­te perturbador no hace más que aumentar la tasa de hormonas estresantes. Es así como la acumulación puede convertir a la amígdala en un verdadero detonante capaz de arrastrarnos a la ira o el pánico a la menor provocación.

Las hormonas estresantes se vierten en el torrente sanguíneo, de modo que, en la medida en que aumenta la tasa cardíaca, la sangre se retira de los centros cognitivos superiores del cerebro y se dirige hacia otras regiones más esenciales para una movilización de urgencia. En tal caso, los niveles de azúcar en sangre se disparan, las funciones físicas menos relevantes se enlentecen y el ritmo cardíaco se acelera para preparar el cuerpo para la respuesta de lucha o huida. Así pues, el impacto global del cortisol en las funciones cerebrales cumple con una función estratégica para la supervivencia: abrir las puertas de los sentidos, detener la mente y llevar a cabo la acción a la que más acostumbrados estemos, ya sea gritar o quedarnos paralizados por el pánico.

El cortisol consume los recursos energéticos de la memoria operativa -del intelecto, en suma- y los transfiere a los sentidos. No es extraño pues que, cuando los niveles de cortisol son elevados, cometamos más errores, nos distraigamos más, tengamos menor memoria (tanto es así que, a veces, ni siquiera podemos recordar algo que acabamos de leer), aparezcan pensamientos irrelevantes y cada vez resulte más difícil procesar la información.

Lo más probable es que, cuando el estrés persiste, la situación termine desembocando en el burnout o algo peor. Cuando se sometió a ratas de laboratorio a una situación de estrés constante, el cortisol y otras hormonas estresantes relacionadas alcanzaron ni­veles tóxicos, capaces de dañar y terminar destruyendo otras neu­ronas. Y, en el caso de que el estrés se mantenga durante un tiempo significativamente largo, el efecto sobre el cerebro es fatal, llegando a provocar en las ratas la erosión y atrofia del hipocam­po, un centro clave para la memoria. Y algo similar parece ocurrir también en el caso del ser humano. No se trata, pues, tan sólo de que el estrés agudo pueda incapacitarnos provisionalmente sino de que su persistencia crónica puede tener un efecto entorpecedor permanente en nuestro intelecto.

El estrés es un dato con el que inexorablemente debemos contar, ya que resulta prácticamente imposible eludir las situaciones o las personas que nos desbordan. Consideremos, por ejemplo, en este sentido, el efecto que puede provocar un aluvión de mensajes. Cierto estudio realizado con trabajadores de grandes empresas demostró que éstos enviaban y recibían una media de ciento setenta y ocho mensajes al día y que su trabajo se veía interrumpido tres o más veces por hora por avisos que tenían un carácter de urgencia (habitualmente falso).

El correo electrónico, por su parte, en lugar de reducir la sobrecarga de información, no ha hecho más que aumentar el número total de mensajes que recibimos por teléfono, buzón telefónico, fax, correo ordinario, etcétera. Pero el hecho de vernos inundados de información nos coloca en una modalidad reactiva de respuesta, como si continuamente nos viéramos obligados a sofocar pequeños conatos de incendio. Y, puesto que cada uno de estos mensajes constituye una distracción, la función que se ve más afectada es la concentración, haciendo sumamente difícil volver a centrarse en una tarea que se ha visto interrumpida. Por esto, el efecto acumulativo de este diluvio de mensajes acaba generando una situación de distracción crónica.

Por ejemplo, un estudio sobre la productividad diaria en profesiones como la ingeniería reveló que las distracciones constituyen una de las principales causas del descenso de la eficacia personal. Sin embargo, un ingeniero sobresaliente encontró una estrategia que le permitía seguir enfrascado en su trabajo: ponerse auriculares. Y, aunque todo el mundo creía que estaba escuchando música, lo cierto es que no escuchaba nada porque ¡los auriculares sólo le servían para impedir que las llamadas telefó­nicas o los compañeros interrumpieran su concentración! No obstante, aunque este tipo de estrategias puedan ser relativamente útiles, lo que realmente necesitamos son recursos internos que nos permitan gestionar mejor los sentimientos que el estrés sus­cita en nosotros.


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