Páginas

jueves, 24 de enero de 2019

El Desborde Emocional

Casi todos, en alguna que otra ocasión, nos hemos visto envueltos en una discusión en la que dejamos que las emociones fluyeran sin control. No me refiero a esos pequeños fogonazos de ira sino a verdaderas oleadas de sentimientos negativos, que prácticamente nos desbordan y hacen que actuemos de forma poco racional.

El escenario típico es: estás en medio de un desencuentro, la otra persona dice algo y, repentinamente, es como si cayeras en un agujero negro. Lo único que percibes y emites es ira, miedo, pánico y/o frustración. Cuando experimentamos estas sensaciones nuestros músculos se tensan, listos para la acción, y nuestra mente funciona tan rápido que no somos capaces de seguirla “conscientemente”.

La diferencia entre la inundación emocional y las emociones que experimentamos todos los días radica en la magnitud. Durante un episodio de inundación emocional nuestra mente racional se desconecta, ocurre un secuestro emocional en toda regla. Nuestro sistema nervioso se satura y la corteza prefrontal deja de ejercer su rol controlador. En este punto, nuestras reacciones instintivas pueden empeorar aún más la situación, generando una cascada de ira. 

Básicamente, lo que ocurre es que reaccionamos haciendo lo mismo que percibimos en el otro. En una discusión, sobre todo cuando se va acalorando, es normal que adoptemos una actitud de lucha/huida. Cuando una persona se siente atacada, percibe que la situación la sobrepasa o está llena de ira, se produce una activación fisiológica que genera esa sensación de peligro inminente.

De esta forma, el cerebro percibe que existe un nivel de estrés que no podemos manejar y, por tanto, responde como si estuviéramos ante un riesgo real, aumentando la presión sanguínea, haciendo que la respiración sea más superficial y dilatando las pupilas, respuestas que nos animan a tomar solo dos caminos: atacar a nuestro adversario o huir de la situación.

El problema es que resulta muy probable que nuestro interlocutor reaccione de la misma manera y, como resultado, ambas personas terminen perdiendo el control. Se produce una inundación emocional en toda regla donde no hay espacio para el entendimiento ya que en ese momento la empatía desaparece y es como si cada cual luchase por su vida.

Cuentan que un hombre sufría a menudo ataques de ira y cólera, así que un día decidió solucionar este problema. Para ello, le pidió ayuda a un viejo sabio que tenía fama de conocer la naturaleza humana. Cuando llegó, le dijo:

- Señor, quiero que me ayudes, tengo fuertes arranques de ira que están arruinando mi vida. Sé que soy así, pero también sé que puedo mejorar.

- Lo que me cuentas es muy interesante - dijo el anciano. De todas formas, para poder tratar tu problema, necesito que me muestres tu ira. Solo así podré descubrir su naturaleza.
- Pero ahora no estoy enfadado - argumentó el hombre.
 - Bien - contestó en anciano. - En ese caso, la próxima vez que la ira te invada, ven lo más rápido que puedas a enseñármela.
El hombre estuvo de de acuerdo y regresó a su casa. A los pocos días sufrió un ataque de cólera y marchó rápidamente a ver al anciano. Sin embargo, el sabio vivía en lo más alto de una colina muy alejada, así que cuando alcanzó la cima y se presentó al sabio…
- Señor, estoy aquí de nuevo.
- Estupendo, muéstrame tu ira.
Pero al pobre hombre se le había pasado el enojo durante el camino.
- Es posible que no hayas venido lo suficientemente rápido - dijo el anciano. - La próxima vez corre más deprisa y así llegarás todavía enfadado.
Pasados unos días, al hombre le asaltó otro fuerte ataque de cólera y, recordando la recomendación del sabio, comenzó a correr cuesta arriba. Cuando media hora después llegó completamente agotado a casa del viejo, este le reprendió:
- Esto no puede continuar así, otra vez llegas sin ira. Creo que debes esforzarte más y subir la cuesta mucho más rápido. De otro modo no voy a poder ayudarte.
El hombre se fue entristecido, jurándose a sí mismo que la próxima vez correría con todas sus fuerzas para llegar a tiempo de mostrar su ira.
Pero no ocurrió así. Una y otra vez subía la cuesta, y cada vez llegaba más fatigado y sin rastro de ira.
Un día que llegó especialmente extenuado, el maestro, por fin, le dijo:

- Creo que me has engañado. Si la ira formara parte de ti, podrías enseñármela. Has subido veinte veces y nunca has sido capaz de mostrarla. Esa ira no te pertenece. No es tuya. Te atrapa en cualquier lugar y con cualquier motivo pero luego te abandona. Por tanto, la solución es fácil: la próxima vez que quiera llegar a ti, no la recojas.

Esta fábula nos deja diferentes enseñanzas prácticas que podemos aplicar para evitar que las emociones tomen el control:

No hay comentarios:

Publicar un comentario