lunes, 4 de febrero de 2019

Participación Ciudadana

Pocos términos se usan con más frecuencia en el lenguaje político cotidiano que el de participación. Y quizá ninguno goza de mejor fama. Aludimos constantemente a la participación de la sociedad desde planos muy diversos y para propósitos muy diferentes, pero siempre como una buena forma de incluir nuevas opiniones y perspectivas. Se invoca la participación de los ciudadanos, de las agrupaciones sociales, de la sociedad en su conjunto, para dirimir problemas específicos, para encontrar soluciones comunes o para hacer confluir voluntades dispersas en una sola acción compartida. Es una invocación democrática tan cargada de valores que resulta prácticamente imposible imaginar un mal uso de esa palabra.

La participación suele ligarse, por el contrario, con propósitos transparentes - públicos en el sentido más amplio del término - y casi siempre favorables para quienes están dispuestos a ofrecer algo de sí mismos en busca de propósitos colectivos. La participación es, en ese sentido, un término grato.

Sin embargo, también es un término demasiado amplio como para tratar de abarcar todas sus connotaciones posibles en una sola definición. Participar, en principio, significa "tomar parte": convertirse uno mismo en parte de una organización que reúne a más de una sola persona. 

Pero también significa "compartir" algo con alguien o, por lo menos, hacer saber a otros alguna noticia. De modo que la participación es siempre un acto social: nadie puede participar de manera exclusiva, privada, para sí mismo. La participación no existe entre los anacoretas, pues sólo se puede participar con alguien más; sólo se puede ser parte donde hay una organización que abarca por lo menos a dos personas. De ahí que los diccionarios nos anuncien que sus sinónimos sean coadyuvar, compartir, comulgar. Pero al mismo tiempo, en las sociedades modernas es imposible dejar de participar: la ausencia total de participación es también, inexorablemente, una forma de compartir las decisiones comunes. Quien cree no participar en absoluto, en realidad está dando un voto de confianza a quienes toman las decisiones: un cheque en blanco para que otros actúen en su nombre.

Ser partícipe de todos los acontecimientos que nos rodean es, sin embargo, imposible. No sólo porque aun la participación más sencilla suele exigir ciertas reglas de comportamiento, sino porque, en el mundo de nuestros días, el entorno que conocemos y con el que establecemos algún tipo de relación tiende a ser cada vez más extenso. 

No habría tiempo ni recursos suficientes para participar activamente en todos los asuntos que producen nuestro interés. La idea del "ciudadano total", ése que toma parte en todos y cada uno de los asuntos que atañen a su existencia, no es más que una utopía. En realidad, tan imposible es dejar de participar - porque aun renunciando se participa -, como tratar de hacerlo totalmente. De modo que la verdadera participación, la que se produce como un acto de voluntad individual a favor de una acción colectiva, descansa en un proceso previo de selección de oportunidades. Y al mismo tiempo, esa decisión de participar con alguien en busca de algo supone además una decisión paralela de abandonar la participación en algún otro espacio de la interminable acción colectiva que envuelve al mundo moderno.


De ahí que el término participación esté inevitablemente ligado a una circunstancia específica y a un conjunto de voluntades humanas: los dos ingredientes indispensables para que esa palabra adquiera un sentido concreto, más allá de los valores subjetivos que suelen acompañarla. El medio político, social y económico, en efecto, y los rasgos singulares de los seres humanos que deciden formar parte de una organización, constituyen los motores de la participación: el ambiente y el individuo, que forman los anclajes de la vida social. 

De ahí la enorme complejidad de ese término, que atraviesa tanto por los innumerables motivos que pueden estimular o inhibir la participación ciudadana en circunstancias distintas, como por las razones estrictamente personales - psicológicas o físicas - que empujan a un individuo a la decisión de participar. ¿Cuántas combinaciones se pueden hacer entre esos dos ingredientes? Es imposible saberlo, pues ni siquiera conocemos con precisión en dónde está la frontera entre los estímulos sociales y las razones estrictamente genéticas que determinan la verdadera conducta humana. 

No obstante, la participación es siempre, a un tiempo, un acto social, colectivo, y el producto de una decisión personal. Y no podría entenderse, en consecuencia, sin tomar en cuenta esos dos elementos complementarios: la influencia de la sociedad sobre el individuo, pero sobre todo la voluntad personal de influir en la sociedad.

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