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viernes, 8 de febrero de 2019

Pensar Lo Que Pensamos

Opinar es un acto inmediato. Lo ejecutamos de forma automática, sin pensarlo mucho. Esto pasa porque nuestras opiniones ya están más o menos claras, y las preestablecemos con base en nuestras propias creencias, en nuestra visión de mundo y en algunos valores que compartimos con un grupo particular de personas. Opinar es válido. Es importante para establecer vínculos, para construir de forma compartida, para la discusión.

Pero hay un asunto esencial que tendemos a olvidar: el hecho de que pensemos tal o cual cosa sobre una situación o persona, no convierte nuestra opinión en argumento informado. Opinar es declarar una postura, y no requiere de fundamento, método ni lógica alguna. Por ejemplo, alguien puede opinar que es peligroso que las mujeres caminen solas por la noche, especialmente si han bebido y coqueteado en un bar. Alguien podría opinar que, si una mujer que coqueteó en un bar es agredida sexualmente en el estacionamiento, es porque ella lo provocó. Esa es una opinión válida, construida sobre un sistema de valores particular, pero no es un argumento fundamentado. Fundamentar la argumentación pasaría por cuestionarnos la violencia sexual como ejercicio de dominación cultural. 

Por preguntarnos qué hace que un grupo de personas tenga privilegios por encima de otro, quién lo decide y por qué.

El asunto con la opinión es que tiende a ser lapidaria. Por ejemplo, cuando hablamos de una figura pública, nuestras opiniones no pasan por el filtro de la empatía. 

¡Decimos lo primero que se nos viene a la boca! Cuando opinamos en grupo, nos convertimos en una masa abstracta que se divide en bandos “a favor” y “en contra”: que si Leonora es una emprendedora de verdad o una aprovechada que se gasta el dinero del marido para figurar. Que si Melissa tiene talento o su único mérito es que enseña “más de la cuenta”. Que si la asistente de LuisGui es una profesional competente o le dieron el puesto por razones más “sórdidas”. Ya sé lo que opinarán muchos: “la que se mete a figura pública, que aguante”. Y está bien, pero esa es una opinión y no un argumento.

Hay algo obvio que se nos escapa cuando nos transformamos, como colectivo, en “opinión pública”: cuando hablamos de los otros, olvidamos que son personas. Olvidamos a las dos familias que lloran el accidente de tránsito: a la del ciclista fallecido y a la del conductor que se dio a la fuga luego del impacto. Buscamos un culpable, para destruirlo. Si argumentáramos en lugar de opinar, podríamos discutir un poco sobre nosotros mismos como sociedad, para construir algo, lo que sea, a partir de la tragedia: podríamos preguntarnos por qué nuestro sistema vial está centrado en los vehículos y no en las personas. Podríamos cuestionarnos por qué seguimos bebiendo y manejando a sabiendas del peligro que implica. Pero opinar es, sin duda, más sencillo.


Opinemos, sí. Y hagámoslo siempre. Pero no olvidemos que lo que opinamos dice mucho sobre nosotros mismos y muy poco sobre los demás. 

Recordemos las sabias palabras de A. B. White, que nunca pasan de moda: “El prejuicio nos ahorra mucho tiempo. Podemos formarnos una opinión sin necesidad de conocer los hechos”.

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