Sincronicidad es un término acuñado por Carl Gustav Jung para describir la coincidencia significativa de dos o más sucesos cuyo contenido sea similar o igual y relacionados entre sí de una manera no causal. Dicho con otras palabras, se trata de una coincidencia tan grande que no podemos creer que sea producto de una mera casualidad o al menos intuimos que esa casualidad tiene un significado profundo que desconocemos, como si detrás de esas coincidencias se escondiera un mensaje oculto que no llegamos a desvelar. Por este motivo Jung también las llamó «casualidades signicativas».
Es, por ejemplo, ir pensando en una persona determinada por alguna circunstancia y de repente encontrarnos con ella de cara. Y parece que hay personas bastante propensas a este tipo de coincidencias significativas. El propio Jung fue uno de ellos, como ha dejado por escrito en multitud de ocasiones, y quizá haya sido esta serie de coincidencias lo que le llevara a plantear el concepto.
Otra persona también muy propensa a las sincronicidades fue Wolfgang Ernst Pauli. De hecho, como tocados y unidos ambos por el concepto de sincronicidad, el gran ensayo de Jung sobre su concepto, titulado «Sincronicidad como principio de conexiones acausales», aparece publicado junto a un ensayo de Pauli sobre Kepler en el volumen Interpretación de la naturaleza y la psique.
La sincronicidad de Pauli es muy curiosa. Si el físico estaba presente o cerca lo habitual que los equipos técnicos se averiaran y que los experimentos se echaran a perder. Como Horacio Quiroga ‒que es considerado el gafe de los escritores‒, Pauli es el gafe de los científicos: se dice que cualquier experimento se autodestruía con su sola presencia. Una anécdota cuenta que el físico Otto Stern, amigo de Pauli, le prohibió acercarse a su laboratorio en la Universidad de Göttingen porque iba a hacer un experimento. Todo iba bien pero de repente el dispositivo dejó de funcionar. La idea inicial fue culpar a Pauli, pero alguien dijo que era imposible porque en aquel momento se encontraba en Zúrich. Cuando le contaron la historia a Pauli confirmó que en realidad se encontraba en la estación de Göttingen, dispuesto a tomar un tren. A esa serie de desdichadas casualidades se le acabó llamando «efecto Pauli», un fenómeno que para Pauli no solo era real sino del que además se sentía orgulloso.
Aunque nunca la hayamos experimentado por nosotros mismos ‒o tal vez nos haya pasado desapercibida‒, la sincronicidad es más habitual de lo que pudiera parecer. Si se analiza la Historia se verá fácilmente que está llena de estas casualidades significativas. Hay tantas, en ámbitos tan distintos y en épocas tan diferentes, que un simple listado de todas daría para llenar más de un libro.
Otra persona también muy propensa a las sincronicidades fue Wolfgang Ernst Pauli. De hecho, como tocados y unidos ambos por el concepto de sincronicidad, el gran ensayo de Jung sobre su concepto, titulado «Sincronicidad como principio de conexiones acausales», aparece publicado junto a un ensayo de Pauli sobre Kepler en el volumen Interpretación de la naturaleza y la psique.
La sincronicidad de Pauli es muy curiosa. Si el físico estaba presente o cerca lo habitual que los equipos técnicos se averiaran y que los experimentos se echaran a perder. Como Horacio Quiroga ‒que es considerado el gafe de los escritores‒, Pauli es el gafe de los científicos: se dice que cualquier experimento se autodestruía con su sola presencia. Una anécdota cuenta que el físico Otto Stern, amigo de Pauli, le prohibió acercarse a su laboratorio en la Universidad de Göttingen porque iba a hacer un experimento. Todo iba bien pero de repente el dispositivo dejó de funcionar. La idea inicial fue culpar a Pauli, pero alguien dijo que era imposible porque en aquel momento se encontraba en Zúrich. Cuando le contaron la historia a Pauli confirmó que en realidad se encontraba en la estación de Göttingen, dispuesto a tomar un tren. A esa serie de desdichadas casualidades se le acabó llamando «efecto Pauli», un fenómeno que para Pauli no solo era real sino del que además se sentía orgulloso.
Aunque nunca la hayamos experimentado por nosotros mismos ‒o tal vez nos haya pasado desapercibida‒, la sincronicidad es más habitual de lo que pudiera parecer. Si se analiza la Historia se verá fácilmente que está llena de estas casualidades significativas. Hay tantas, en ámbitos tan distintos y en épocas tan diferentes, que un simple listado de todas daría para llenar más de un libro.
Una de las que se suele repetir más frecuentemente tiene a Anthony Hopkins como protagonista.
Antes de que comenzara el rodaje de La mujer de Petrovka el actor británico buscó por todas las librerías de Londres la novela de George Feifer en la que se basaba el guión, pero no consiguió encontrarla. Un día, en la estación de metro de Leicester Square encontró precisamente ese libro en un banco. Un par de años más tardes, durante el rodaje de la película, Hopkins tuvo ocasión de conocer al propio Feifer y le refirió la anécdota. La sorpresa del escritor fue mayúscula porque el había perdido un ejemplar de la novela exactamente por las mismas fechas.
No fue difícil deducir que se trataba del mismo ejemplar, ya que Feifer había llenado el libro de anotaciones en los márgenes. En fin, existen muchísimos más ejemplos sorprendentes de sincronicidad.
Se han relatado varios casos de sincronicidad, como el de Bobby Leach, que sobrevivió a una caída por las cataratas del Niágara para morir pocos años después al resbalar con la cáscara de una naranja; o el del rey Humberto I de Italia, que se encontró con su doble el día antes de su muerte. Y tampoco hay que olvidar la serendipia, un concepto que también guarda una estrecha relación con el de la sincronicidad.
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