Resulta interesante, el poder observar las
diferentes reacciones, que un mismo hecho puede generar, en la capacidad de
respuesta de las personas involucradas.
La vida que construimos condiciona nuestra
relación con los demás, las experiencias vividas, es decir, el acumulado de
situaciones de las cuales hemos sido actores, ya sea en forma voluntaria –
cuando hemos sido autores o coautores de los mismos – o involuntariamente –
cuando los acontecimientos generados por terceras personas nos involucran ya
sea para nuestro bien o para soportar sus consecuencias.
Lo que llamamos nuestra vida, aún cuando la
vivamos en estrecha relación con las personas que comprenden nuestro entorno,
las cuales son parte del entramado social de nuestras relaciones cotidianas, no
puede ser vista como la consecuencia de un comportamiento padrón, modelado por
las circunstancias comunes que supuestamente nos hemos visto obligados a
aceptar, ya sea por sometimiento o sujeción voluntaria.
Cuando nos damos cuenta que nuestra
existencia se relaciona en el devenir de los acontecimientos con la existencia
de otros seres, otros “yo soy”, formando una constelación de entidades unipersonales
que no siempre lograr dominar el rumbo
de sus orbitas, colisionándose, las unas contra las otras, cuando el efecto de
este encuentro es armónico, solemos decir que se ha provocado el
desprendimiento de alguna misteriosa substancia, que hemos captado cierta
“química” que nos atrae al uno hacia el otro.
Estas atracciones, pueden llegar a
mantenerse por largos períodos, incluso
toda una vida.
Cuando este encuentro se produce en
circunstancias adversas, conflictivas, inmediatamente activamos nuestros
mecanismos de defensa, nos ponemos en guardia, desconfiados, agresivos y/o temerosos, intentando justificar tal
proceder, con el argumento de que tal persona tiene muy “mala onda”.
Tales momentos de percepción de nuestra
condición humana, la cual, como lo hemos
expresado tantas veces, es esencialmente social, y, por esta circunstancia,
extremadamente permeable a los acontecimientos que se desarrollan,
ininterrumpidamente, en este gran escenario donde se exhibe el drama del diario
vivir, en el cual, todos, interpretamos nuestro propio papel siguiendo un libreto improvisado
por las circunstancias compartidas.
Quizás, en situaciones como las descriptas,
nos preguntemos, por las razones, si es que hay alguna, de que pertenezcamos a
una especie, que según nos han dicho, es la única sobre la faz de este planeta
que tiene conciencia de ser, es decir, que estamos condenados a saber de
nuestra existencia, desde su principio al de su inevitable fin, la certeza del nacimiento
y la acechanza constante de la muerte, constituyen elementos centrales del
drama humano.
Las preguntas que nos formulamos, requieren
alguna respuesta, y esta, la respuesta que afanosamente buscamos, en muy
contadas ocasiones surge de nuestro fuero interior, lo más probable es que en
el afán de satisfacer la ansiedad que nos embarga en cuánto a los motivos de
nuestra condición actual en esta vida, de donde surgen los atributos de nuestra
especie, y, sobre todo, hacia dónde nos dirigimos, recurramos a la búsqueda de
las distintas posturas que sobre este trascendental tema se nos exhiben por
parte de aquellos que se autoproclaman como guías, orientadores autorizados,
poseedores de la mística y única llave capaz de abrirnos las puertas del
infinito.
El mercado del conocimiento ilustrado que
pretende darnos una respuesta a nuestras interrogantes, está atiborrado de
ofertas, si pudiésemos recorrerlo, como quién recorre una feria, oiríamos a sus
mercaderes corear a viva voz las ventajas de sus enunciados, llamando nuestra
atención a través de la piadosa
agresividad de sus argumentos.
En cada rincón de esta imaginaria feria se
nos dirá que ese lugar específico, y ninguno de los otros lugares que les
circunda, es el que tiene el único conocimiento verdadero, que es a ellos, y
solamente a ellos, que se les ha conferido el poder de llevarnos a la salvación
, al encuentro del paraíso perdido.
Al transitar por ese mundo, el llamado mundo
de los “ismos” veremos que el simple
hecho de estar vivos, nos convierte en una valiosa mercancía, una presa
apetecible para ofrendar a sus dioses, ya sean éstos dioses, canonizados,
idealizados, o deambulen perdidos por las sendas del nihilismo.
Encontraremos allí, capitalismo, fascismo, comunismo, cristianismo, islamismo, judaísmo, existencialismo,
materialismo, ateísmo, etc. etc. todos con su dogma debidamente estructurado,
férreo, inconmovible, plantado con todas sus huestes en el campo de batalla,
con la finalidad de luchar hasta el fin contra todos los demás, porque, para el ismo, los demás están en el error, sumidos
en la ignorancia y deben ser destruidos , humillados ,para que de esta forma
acepten “nuestra verdad” la única, la
verdadera.
Es que parece que para asegurarnos el
porvenir, debemos estar protegidos por la coraza de nuestro credo, el dogma nos
exige no salir de sus bien delimitados confines, fuera de sus fronteras está la
perdición, lo expresamente prohibido.
Para los ismos, la tierra aún es como un
plato, afuera seremos atrapados por las tinieblas y caeremos inexorablemente al
abismo.
En una oportunidad los discípulos le
preguntaron a Jesús, que se debería hacer para lograr la salvación, El,
sabiamente, les respondió: “Conoceréis la Verdad y la Verdad os hará Libres”.
Los grandes pensadores de la humanidad, no
han sido los creadores de los ismos, ellos , los ismos, han surgido como hongos,
mucho después, cuando sus ideas fueron patentadas, cuando los unos buscaron
prevalecer sobre los otros, cuando la intolerancia nos privó de la libertad y
por ende nos limitó el acceso a la verdad.
La chispa divina está latente en cada
criatura humana, sin importar en que rincón del planeta haya nacido, la idea,
la imaginación, la capacidad creativa,
no tienen un molde previo, pretender hacernos creer que estamos sujetos a un
dios que todo lo determina, es pretender negarle a ese mismo Dios la capacidad
de dotar a sus hijos de libertad irrestricta, el libre albedrio, la condición
esencial de nuestra existencia.
Hugo
W. Arostegui