Nuestras vivencias componen aquello en lo que nos hemos convertido.
Todos nuestros recuerdos y nuestras experiencias llenan nuestra historia
personal y forman nuestro recorrido. Somos la historia de nuestros
recuerdos.
Así que cada cosa que hemos experimentado, forma parte de todo nuestro
proceso de evolución sobre esta tierra. Porque somos lo que hemos vivido. Cada
circunstancia nos ha hecho más fuertes o más débiles, más sensibles o más
duros, más alegres o más tristes, más impulsivos o más conscientes, más
desconfiados o más creyentes, más sabios… más humanos.
Y a la final, somos un producto de nuestras decisiones.
Y así como nuestro camino ha dejado huellas, también nuestros
sentimientos de cómo percibimos el mundo, van formando otras que quedarán impresas
en el alma. Aquí es cuando la subconsciencia imprime de emociones nuestra
psique y nos convertimos en seres “sintientes”.
Somos el puente de conexión entre lo que sucede alrededor de nosotros y
lo que sucede internamente en nuestra Alma. Por lo tanto, siempre estamos
conectados absorbiendo la sincronía de ambos universos: el físico y el
emocional.
En el mundo físico estamos acostumbrados a acceder a la ayuda necesaria
cuando algo no funciona en nuestro cuerpo. Cuando sentimos que algún dolor se
manifiesta, buscamos la asistencia de un médico. Para cualquiera de nuestros
quebrantos hay soluciones: cremas, ungüentos, terapias, pastillas, cirugías,
etc.
En estos momentos cualquier salida nos vale para quitar el dolor físico que nos desconcentra y nos desenfoca de nuestras tareas.
Sin embargo existen otro tipo de dolores que nos cuesta mucho
identificar y para los que no tenemos número de emergencia. Son el producto de
ciertas huellas en ese camino que llamamos vida y que oprimen el pecho, produciendo
un dolor enorme.
Pero lo que sucede es que no prestamos atención a los procesos del alma,
sólo cuando se desbordan causándonos un caos.
Por lo general vivimos con nuestra atención en lo externo, en lo que nos rodea, en nuestro entorno; dándole poca importancia a todo aquello que pasa en nuestro mundo interno, porque no estamos conscientes de ellos.
Cuando físicamente algo va mal, entonces ahí tomamos conciencia y
empezamos a ejercitarnos, a comer sano, dejar de beber, tratamos de eliminar el
cigarrillo y de pronto, tomamos las riendas con nuevos hábitos para mantenernos
sanos.
Pero cuando el alma llora, no sabemos cómo transformar y manejar el
problema para sanarlo. Y no lo sabemos, porque nunca nadie nos ha enseñado que
nuestro espíritu también forma parte de nuestro Ser aunque no podamos palparlo
como un órgano más.
Al alma hay que respetarla, mimarla, escucharla y acariciarla. Él es el
timón que nos guía a través de la intuición cada día de nuestra vida. Él nos
dirige, nos habla y nos alerta. Nos guía por el camino que nos conviene andar
para nuestro mejor beneficio. Para nuestra mejor evolución.
Cuando damos por hecho y sin auto engaños, que existe una astilla que nos está punzando hondo, el camino por recorrer se hace con una perspectiva más clara.
Cuando hacemos del dolor una realidad y lo palpamos, lo lloramos y lo vivimos a conciencia, es en ese instante cuando comenzamos a trascenderlo. Recuerda, el dolor nos hace humildes. Y nos permite mostrarnos vulnerables para sanar desde esa indefensión que atesora el cambio.
Por naturaleza, los seres humanos evadimos el dolor físico y hacemos
caso omiso de que este existe. Tratamos de que no se vea, no se oiga, no se
sienta y buscamos lo que sea por no experimentarlo.
Y es increíble, porque fisiológicamente, en el cerebro, el hipotálamo genera endorfinas para mitigar el dolor físico haciendo más soportable la sensación, hasta buscar otro tipo de analgésico.
Pero el alma no genera endorfinas, la endorfina para el Alma, eres tú.
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