Si apareciese en mi Vida el Genio de la lámpara dispuesto a concederme
tres deseos, creo que tan solo le pediría uno: poder cambiar lo que me dé la
gana. Teniendo ése todos los demás sobran. Todo sería más fácil. Dejaría de
sufrir por situaciones que no puedo resolver y también por las que me hieren y
desconozco cómo dejar a un lado, pasaría a soltar la frustración, la ira o el
duelo; ya no tendría por qué sentirme confuso ante situaciones que experimento
por primera vez y tampoco estaría harto de pasar por otras que me repatean. Se
acabaría todo mi malestar, erradicaría de mi Vida y de la de los demás
cualquier sufrimiento. Todos felices y contentos.
En cierto modo, me alegro de que el Genio exista solo en el cuento.
Puede que la Vida perdiese gracia si me dejasen a mí pilotarla. Andá tú a saber
qué tropelías me daría por hacer amparándome en que un Genio me dio el poder de
cambiar lo que me de la gana.
Una de las cosas que me tocaría cambiar es esa tontería de que los demás
piensen que lo suyo es más importante que lo mío. No me apetece discutir más,
así que dejaría de tener que hacerlo para convencerlos de que no. Ya sé todo el
rollo ese de que tenemos derecho a pensar distinto, que mis ideas son mías y
las tuyas son las tuyas, que no hay por qué atacarlas, que hay que respetarlas
y bla, bla, bla… pero hay que reconocer que mis ideas tienen más peso que las
que otros puedan tener, son más lógicas y, por supuesto, están mejor razonadas.
Puede que las suyas también lo estén, no voy a decirte que no, pero su
razonamiento tiene un montón de peros que ellos no ven y que hacen que, para
mí, lo de ellos valga menos.
Lo que acabas de leer es una situación mucho más habitual de lo que
parece: dos personas tratando de convencer a quien tienen enfrente de que lo
suyo es lo bueno, lo que vale. Lo del otro no. En este tipo de discusiones
cualquier motivo se da por bueno… el lugar al que ir en las próximas vacaciones,
la política o el partido del martes. ¡Hagan juego, señores! Todo cabe, todo
vale.
Cada uno defiende su opinión y llega a pelearla por algo tan inverosímil
como que se cree que la suya es la buena, y no por nada en concreto, tan solo
porque es la conclusión a la que llega después de pasar lo que esté ocurriendo
por el tamiz de lo que piensa. Y aquí, la gran mayoría de las veces, también
tamizamos por inercia, sin pararnos a ser conscientes de qué nos hace pensar y
sentir como lo estamos haciendo.
Tratar de convencer al otro de que nuestra forma de pensar es la buena
conlleva conflicto. Además, no solo “tratamos” de hacerlo, es que, en lo más
profundo de nosotros, sentimos la necesidad de conseguirlo.
Podemos cejar en nuestro empeño si la terquedad de nuestro “contrincante” es
demasiado grande, pero no conseguir que el otro entienda por qué tiene que
cambiar su forma de pensar y, por tanto, de actuar, nos hace sufrir al creer
que las cosas no son como deberían estar siendo.
¿Y si lo que tenemos delante no es nadie a quien podamos convencer de
nada?, ¿y si no existiese la posibilidad de explicar por qué deberían cambiar
todas esas cosas que no nos gustan?, ¿qué pasaría entonces? La respuesta a
estas preguntas la puedes encontrar experimentando cualquiera de tus
días.
Cualquiera de esos en los que te repatee lo que ves en las noticias, o
las facturas que no llegas a pagar, o tu jefe explotador, o no tener jefe
porque no tienes curro, o cualquier otra cosa que te duela y desees que cambie.
En esos casos, lo que tienes delante no es una persona a la que que puedas
convencer para que deje de hacer lo que hace, no. Eres tú frente a la Vida y de
ti depende tu forma de relacionarte con lo que te pone delante. En momentos
así, el conflicto pasa a denominarse batalla campal, y lo vemos mucho más grave
porque dejamos de tener la sensación de que pueda ser otro el que cambie.
En momentos así es fácil sucumbir a los encantos de cualquier Aladín que
llegue sonriente con su lámpara maravillosa prometiendo que, si la
frotas, aparecerá el Genio y hará que dejes de sentir el dolor que estás
sintiendo.
Imaginemos la situación: Tú andas fastidiado, ya estás harto de que se
repitan situaciones que te hacen estar triste o preocupado; tu atención se la
llevan los problemas, lo que no funciona, lo que debería cambiar y no cambia…
Y, de repente, aparece por arte de magia el Genio de la lámpara dispuesto a
regalarte lo que tanto deseas… que todo cambie y dejar de sentir lo que
sientes. Fuera problemas. Fuera preocupaciones.
Muerto el perro, se acabó la rabia. O eso quieres creer.
Podría parecer que rechazar semejante propuesta de un Genio arreglador
de todo lo que nos hace sentir mal pueda resultar de género tonto o incluso que
parezca que, al hacerlo, vayamos a Vivir abocados al sufrimiento de sentir lo
que tengamos que sentir -aunque no nos guste- por y para siempre, pero hay algo
que pasamos por alto y tiene vital importancia: el Aprendizaje que hay detrás
de todo cuanto sentimos y las puertas que se abren para conocernos gracias a
ello.
No es sencillo plantearse Aprender de algo que te está doliendo, te
aseguro que lo sé. La forma natural de enfocarlo es buscar cómo cambiarlo, cómo
dejar de sentir cualquier cosa que no queramos o que creamos no merecer.
Buscamos que cambie lo de fuera porque nos parece imposible ser capaces de
sentir felicidad estando las cosas como están. Sin embargo, nos creemos capaces
de aplazar nuestra Vida: “Cuando las cosas cambien y sean como tienen que
ser… Entonces yo ya seré…”
Y mientras tanto, dejamos de plantearnos algo tan sencillo como que
el “entonces” que tanto buscamos lo llevemos encima y que los
únicos Genios capaces de hacer realidad nuestros deseos llevan escrito un
nombre… el nuestro.