En 2005, el escritor David Foster Wallace inició
un discurso con el siguiente relato: "Van dos peces jóvenes nadando y se
encuentran con un pez viejo en sentido contrario, les saluda con la cabeza y
dice 'Buenos días, chicos. ¿Cómo está el agua?' Los dos peces jóvenes nadan un
poco más y entonces uno de ellos exclama '¿Qué diablos es el agua?'"
Las realidades más importantes son las más complicadas de ver y sobre
las que es más difícil hablar. Como el hecho diferencial que nos
hace humanos es que somos conscientes de ello, aunque no lo apreciemos y
tengamos dificultad de expresarlo.
Los homínidos, desde que surgimos en África,
nunca fuimos los animales más fuertes o rápidos y las amenazas han sido
evidentes. ¿Cómo hemos llegado a sobrevivir a las dificultades de una
naturaleza agresiva? La clave es el desarrollo de una corteza
cerebral, que nos ha dotado de una inteligencia cognitiva y emocional. Gracias
a esta ventaja evolutiva, nos hemos extendido por todo el planeta, hemos
superado las limitaciones físicas e incluso exploramos los confines de nuestra
galaxia.
Además, este intelecto aplicado al conocimiento médico, ha llevado a
que seamos el único organismo que ha vencido a la evolución, llegando en el mundo occidental a duplicar la esperanza de vida,
que debería ser 40 años como en todos los grandes primates.
Al mismo tiempo esa inteligencia se ha enfocado hacia nuestra
mortalidad, pues somos conscientes de que existimos, pero que
también que dejaremos de existir. Tenemos una identidad
individual, a diferencia de los unicelulares no somos clónicos y no habrá
jamás otro ser igual a cada uno; la contrapartida es la limitación
temporal.
No obstante, es la actuación de nuestro cerebro lo que
determina esa individualidad: allí anidan nuestros recuerdos, lo que
aprendemos, repudiamos o anhelamos, nuestra forma de entender y asumir
nuestro entorno (externo e interno) y lo que cada uno quiere representar. Por
eso, aunque se pudiera hacer un transplante de cerebro, no
funcionaría, pues dejaríamos de ser, para convertirnos en otro, y
lo que éramos desaparecería.
La angustia ante la muerte nos ha marcado en toda época. El culto a los muertos es propio de los humanos, desde muy al
principio, y ello, junto con el temeroso asombro de nuestra ignorancia primigenia frente a las realidades naturales,
debió impulsar la aparición de las religiones y también, como diría Fukuyama,
las estructuras para el desarrollo de las sociedades.
Esa
angustia hacia lo desconocido, ha incitado un deseo de perdurar por dos caminos
paralelos: la curiosidad y dominio de nuestro hábitat -base de la
filosofía, tecnología y ciencia, junto al intento de
inmortalidad en las obras que nos perduren, - como un legado a las
futuras generaciones -fundamento de todo lo artístico y cultural de nuestras
vidas-.
Los frutos de ambos senderos son evidentes, con una mejora en la calidad
y duración de nuestra vida (resultados de la primera opción) y una posibilidad de comunicarnos con los que ya no están a través
de sus obras plásticas y literarias, aprendiendo de las raíces culturales
de otras épocas (regalos de la segunda alternativa); en eso último, las artes nos dan opción también de prolongar nuestra
existencia, con el viaje intelectual a otras vidas reales o
soñadas.
Pero a su vez, aunque no tengamos méritos filosóficos, científicos o
artísticos, hay una tercera vía a la que todos estamos impelidos y sobre la que
ha reflexionado Javier Gomá en su reciente libro La
imagen de tu vida: el ejemplo ético que aportamos a los demás en
nuestro transcurrir vital, como una condensación del imperativo categórico
kantiano; aunque, de alguna manera, esto también se contempla en las obras de Fernando Savater quien, siguiendo a
Spinoza, plantea la idea de la ética del querer.
Como sucede con los primates, los humanos actuamos
socialmente por imitación, para bien o mal, tendemos a seguir los
comportamientos de aquellos a quienes más valor otorgamos (cambiando
según los momentos de nuestras vidas); por eso, toda nuestra imagen es pública
y siempre influye en alguien.
De ahí, la importancia de que cada uno, en su parcela
personal, se comporte con ejemplaridad y eso puede ser más determinante en los
que asuman mayores responsabilidades, como nuestros políticos y gobernantes.
Los casos de corrupción en la política de nuestro país, pueden llevar a
pensar si son una anomalía temporal de nuestra sociedad o un reflejo de lo que
somos; pero en cualquier caso, no constituyen un limpio
ejemplo de conducta a seguir y ese es el grave problema, pues una
sociedad sin referencias éticas en su dirigentes es como un barco con el timón
roto en plena galerna: suele encallar o naufragar.
Según los clásicos, nadie está muerto, mientras se
le recuerde; aunque al final quien nos recuerde también desaparecerá,
pero si nuestra conducta sirve de ejemplo, igualmente la de ellos será
recordada para bien, avanzando el circulo virtuoso de las auténticas
revoluciones.