Me atrevo a afirmar, sin ninguna duda, que usted
siente que tiene menos tiempo libre a su disposición que el que
considera que se ha ganado.
No sólo eso, sino que probablemente piensa que en
el pasado más o menos inmediato, sus padres o usted mismo podían disfrutar de
un mayor tiempo
de ocio cuando llegaban al hogar, a pesar de que en muchos casos sus
cargas familiares y laborales eran mayores.
No, no son imaginaciones suyas: efectivamente, este
es un sentimiento compartido por muchas personas en los países occidentales.
No hay que ser un lince para darse cuenta de que no
ha sido así, y no sólo los avances tecnológicos no han reducido la
jornada, sino que esta ha desbordado las ocho horas que pasamos en nuestro
puesto de trabajo y nos ha obligado a estar continuamente pendientes del
teléfono móvil y del correo electrónico.
Son muchas las teorías que ha intentado abordar el
problema de esa sensación acuciante de que las 24 horas del día son pocas en
las sociedades occidentales.
Paradójica porque tenemos a nuestra disposición
muchos más artilugios que nos permiten ahorrar tiempo –de electrodomésticos a aplicaciones
informáticas, ¿recuerdan cuánto se tardaba en escribir, enviar y esperar
respuesta de una carta?– y porque no es totalmente cierto que el tiempo de ocio
del que disponemos se haya reducido.
Un recomendable artículo publicado en The Economist recoge
algunas de las teorías más célebres a tal respecto, y señala dos elementos
esenciales en la ecuación: la percepción y la distribución.
Si la jornada laboral no ha aumentado y si tenemos
muchos más medios tecnológicos a nuestro alcance, ¿por qué nos sentimos como si
nunca tuviésemos tiempo? El artículo propone una interesante visión de nuestra
percepción del tiempo: lo que ha cambiado no es la cantidad de tiempo de que
disponemos, sino cómo lo entendemos.
En el pasado, la relación entre tiempo y dinero no
era tan acentuada. Sin embargo, desde el siglo XVIII, cuando empezó a medirse
el tiempo con relojes, todo empezó a cambiar, y la hora trabajada empezó a
cuantificarse de forma monetaria.
Ello implica que una hora de nuestras vidas tenga
un valor
económico asociado, y cuando algo de repente resulta tan valioso que podemos
cuantificarlo en dinero, nos parece mucho más escaso.
“Paradójico, el tiempo, todo lo da y todo lo quita. Porque el reloj
gobierna la rutina de los hombres, nada hay más objetivo que el tiempo, pero
también nada hay más subjetivo que él cuando la espera lo paraliza y la emoción
lo acelera. Nada más personal, nada más compartido.
Nada más abundante, nada más escaso. El tiempo está en todas partes y en
ninguna. Es la forma de ser y de no ser. El tiempo es puente, pero también
abismo. Desechable, inmortal. La vida está hecha de tiempo, pero así mismo es
una carrera contra el tiempo.
Alrededor del tiempo surgen los conflictos que tejen la existencia, el
conflicto entre el presente y el futuro, origen y fundamento del conflicto
entre el orden y la transgresión, la seguridad y el sentido; el conflicto entre
un futuro que promete y un pasado que obliga, entre la plenitud del instante y
la ubicuidad de lo sido. ¿Cómo pudiera ser de otra manera? Si a medida que
somos no somos, si somos responsables de lo que ya no somos y es menester
contar con lo que todavía no somos.
El tiempo es el enigma de la existencia, pero también la clave, la
sustancia, el reto”