Estamos a mediados de enero y las tradicionales fiestas han
quedado en el recuerdo de algo que sin duda hemos disfrutado y, sobre todo,
compartido, con todos nuestros allegados sin distinción de si éstos , nuestros
allegados, están presentes o si permanecen arraigados como la amalgama de una
joya muy valiosa y sentida en lo profundo de nuestro corazón.
Pienso que es una óptima oportunidad para que nos hagamos la
firme determinación de iniciar un nuevo cultivo en nuestra “huerta imaginaria”
aquella en la cual germina el fruto de nuestra capacidad creativa, allí donde
en lo profundo del surco de nuestras emociones, que es donde brotan los
sentimientos, es donde se pueden recoger las semillas del pensamiento humano,
materia prima imprescindible para la elaboración de un relato.
La
fuerza de la palabra escrita
Ryszard
Kapuscinski *
¿La escritura puede hacer
que algo cambie? Sí, lo creo profundamente. Sin esa fe no podría escribir.
Desde luego soy consciente de todas las restricciones que nos ponen las
circunstancias, las situaciones, la historia y el tiempo. Por ello mi fe,
aunque profunda, no es absoluta, no es ciega.
¿En qué consiste la principal restricción? La escritura sólo raras
veces, en casos excepcionales, influye en la gente. Y, en el transcurso de la
historia, no lo hace de forma directa, radical y de inmediato. La reacción a la
palabra escrita es más bien mediata. En el primer momento puede ser incluso
invisible, indetectable. Necesita tiempo para llegar a la conciencia del
receptor, necesita tiempo para empezar a formar o cambiar esa conciencia. Sólo
después de un largo camino podrá influir en nuestras decisiones, actitudes y
acciones.
El que la escritura produzca cambios no lo deciden sólo los
autores, sino sobre todo los lectores: su sensibilidad y confianza en la
palabra, su prontitud y deseo para reaccionar a la palabra recibida. Es también
importante el contexto, el ambiente, el estado de una cultura imperante en que
esa palabra cae y es recibida. Con frecuencia estas son las circunstancias que
pueden debilitar e incluso aniquilar el valor y la fuerza de la palabra escrita
y sobre la cual el autor de un texto no tiene mayor influencia.
Sin embargo, a pesar de ese impedimento, estoy seguro que escribir
puede provocar cambios. Lo digo con base en la experiencia de mis numerosos
colegas que han puesto en peligro su vida y que, incluso, la han entregado. La
entregaron para que su labor no sólo informara sobre lo que ocurre en el mundo,
sino para desenmascarar el mal, sanar una situación o hacer al mundo más
humano.
Daré un ejemplo. Desde 1959 Ruanda fue un país de masacres entre
tribus y castas que se repetían en forma sistemática. El mundo lo ignoraba.
Durante decenios ese país no dejó entrar a periodistas. Yo mismo, viviendo en
la vecina Tanzania, traté en varias ocasiones, sin resultado alguno, de cruzar
la frontera. Fue hasta que se escribió sobre las masacres de 1994 que la
opinión mundial despertó. Y a partir de ese año Ruanda, por primera vez en su
historia, dejó de ser lugar de sangrientos y masivos ajustes de cuentas
internas.
Fue precisamente la escritura desenmascaradora y acusadora, y a
menudo simplemente informativa, la que tuvo una importante papel en el
conocimiento de los Gulags y de los campos de concentración, así como en el
derrumbe de muchos regímenes criminales, de dictaduras del tipo de Pol Pot,
Mobutu, Amin o Duvalier. Ello fue posible porque la palabra escrita pudo
siempre cambiar muchas cosas. Ella ha provocado durante siglos el temor de todo
poder autoritario que la ha combatido mediante diversos métodos. De ahí la
colocación de libros en los índices eclesiásticos, de ahí la quema libros en
las piras, de ahí obligar a los escritores al exilio, de condenarlos a muerte.
En el fondo no podemos imaginarnos un libro de texto de la
historia universal que no tuviera un capítulo de cómo la palabra escrita en
forma de volantes, escritos secretos, prensa clandestina y editoriales
irregulares influyeron en el resultado de luchas sociales y políticas.
Cuando preguntamos: “¿la escritura puede hacer cambiar algo?”, la
mayoría de las veces pensamos que se trata de un cambio positivo, dirigido a
hacer un mundo mejor. Pero no olvidemos que la escritura puede intentar que el
mundo sea peor, que contribuya a aumentar el mal, el odio y la agresión. Tal
función la cumple cuando se escribe en el tono del fanatismo y la xenofobia,
del fundamentalismo y el racismo. Por ejemplo, los libros al estilo de Protocolos de los sabios de Sion o Mi
lucha de Hitler.
Pienso que la pregunta sobre cuál es el carácter de la relación
entre la escritura y el cambio es muy importante y actual. Esta pregunta surge
de la inquietud sobre la eficacia de nuestras acciones literarias por el valor
mismo de la escritura. Porque por un lado vemos una enorme proliferación de la
palabra escrita –hay cada vez más libros,
revistas y periódicos– y al mismo tiempo percibimos cuánto mal hay
en este mundo y como la cantidad de temores y conflictos en nuestro planeta
aumenta en lugar de disminuir. De ahí el escepticismo de muchos creadores, de
ahí la frecuente desconfianza e incluso la incredulidad en el sentido de
nuestra escritura.
La mente de un hombre contemporáneo es constantemente regada con
un diluvio de palabras, por lo que éstas pronto pierden su valor y fuerza. Cada
vez nos hablan menos y más nos desorientan, agotan y fastidian. Y sin embargo,
ese exceso, esa sobreproducción no debería desanimarnos.
La literatura siempre ha asumido su responsabilidad. Desde hace
miles de años ha acompañado la vida de las sucesivas generaciones, a veces
cambiándolas para ser mejores. Y hoy nada la libra de esa obligación. Por el
contrario, los tiempos difíciles en los que vivimos nos ordenan que, con una
fuerza y fe especial, digamos: “Sí, la escritura puede cambiar algo para que
sea mejor, aunque sea poco, pero puede.
Tal como lo expresa magistralmente ,Ryszard Kapuzinski en el
material que hemos expuesto, siempre valdrá la pena todo esfuerzo que
realicemos para el cultivo profundo de la palabra escrita
Entiendo que lo mejor que podamos legar a nuestros
congéneres sea el fruto de nuestro cultivo, aquel que surge como un manantial
fecundo y fresco de la grieta profunda e inagotable de nuestra propia erudición,
sin duda no habrá mayor presente que podamos ofrendar y que será imposible “comprarlo
pronto” por la sencilla razón de que “nadie puede dar lo que no tiene”
cultivado por sí mismo.
Hugo W Arostegui
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