No es fácil trazar un semblante certero, incluso superficial, de una
persona. Hay quienes comparten sus vidas durante años y no llegan a conocerse
más allá de la cocina.
El conocimiento personal requiere de grandes dosis de atención. A pesar
de que el refranero nos hable de que no hay hombre ni flor que no cobre a la
tarde su color, hay maestros en el arte del disimulo capaces de llevar a error
al observador más perspicaz.
Nos advierte de ello la escritora Mercedes Salisachs cuando al discurrir
sobre la precariedad de las relaciones amistosas destaca hasta qué punto el ser
humano puede disfrazar sus sentimientos aparentemente honestos mientras bordea
el crimen. Por ello si enfatizando el adjetivo simpático, por poner un ejemplo,
se pretende con ello una calificación global en positivo de alguien, siempre me
digo, buen comienzo, pero según para qué no obviemos nunca indagar si tras la
encantadora flor se oculta la aviesa espina.
Aparte de la gente que aparenta a conciencia lo que no es, está aquella
que carente de criterio es como la veleta que dirige el viento. Ni a los unos
ni a los otros hay que darles valor alguno, y cuanto más lejos los tengamos
mejor. Aunque los de la primera especie son sin duda los peores, ojo con los de
la segunda.
Con razón me confesaba hace años un agricultor de mi pueblo que nada
quería con los que cada vez le venían de una distinta forma. Entre los carentes
de criterio, aunque excepcionalmente pueda haberlos inteligentes, predominan
los de mente confusa o insuficiente, aquellos de los que solemos decir que no
tienen dos dedos de frente. Y por supuesto, de sentido común. De lo que dicen,
lo dicho, ni caso.
Pero si traspasan el umbral de las palabras, de lo que hacen o puedan
hacer, ¡ojo!, que tampoco para ellos hay vacuna contra la maldad. Cuando ésta y
la locura se dan la mano, la mezcla puede ser explosiva. No hay más que pensar,
por poner casos extremos, en algunos tiranos y asesinos en serie, monstruos de
ayer y de hoy que están en el imaginario colectivo como paradigma de la maldad
humana.
Volviendo al ámbito de las apariencias habremos de convenir que el mismo
comparte espacio con el de la mentira, pues igual miente quien niega la verdad
que quien la disfraza. Una variante muy en boga de lo que hablamos consiste en
solemnizar lo trivial para hacerlo pasar, así revestido, por sustancial,
estrategia de excelentes resultados que sitúa en los primeros puestos de la
escala de valores de algunos toda una sarta de banalidades, dimes y diretes y
prosaicos intereses.
Hay políticos que con uno u otro grado o matiz recurren con frecuencia a
esta práctica. Un ejemplo de ello sería la adopción de la misma actitud solemne
al tratar públicamente los asuntos de interés general que los de índole
particular propios de la lucha política partidista. Tanto en este supuesto como
en el anterior la conclusión que cabe sacar es la siguiente: o sus
protagonistas mienten o en el fondo les importa un bledo aquello de que hablan.
En definitiva, pose, teatro y pantomima.
Llegados a este punto cualquiera podría cuestionarnos sobre la dificultad de conocer a los demás si apenas nos conocemos a nosotros mismos.
Esto es en parte cierto, pero es también una excusa para evitar
complicarnos la cabeza porque no nos gusta lo que vemos y no tenemos fuerza o
no queremos luchar por lo que podríamos o nos gustaría ser.
Si realmente queremos saber, además de prestar atención a los hechos y a
las palabras, debemos dedicar, aunque sólo sea de vez en cuando, media horita a
pensar.
Por último, y teniendo en cuenta que podemos equivocarnos, salvo con la
falsedad perversa e inmisericorde, seamos siempre prudentes y tolerantes en
nuestras valoraciones de los demás.