Un programa reciente de la
admirable televisión pública americana cuenta las historias de algunos de
ellos: empezaron a volverse más valiosos cuando en los programas de vuelos
espaciales hizo falta experimentar las posibilidades de supervivencia del
cuerpo humano en órbita en torno a la Tierra y en condiciones de ingravidez. Se
ven rancias imágenes documentales de los primeros años sesenta en las que un
chimpancé es atado a un asiento anatómico, con expresión de miedo mientras le
conectan electrodos al corazón y a la cabeza. Rodeado de aparatos y de batas
blancas, el animal tiene una desarmada inocencia infantil, una mezcla de pasiva
aceptación y de alarma. Algunos de aquellos viejos veteranos de la carrera
espacial sobreviven todavía, pero su destino ha sido mucho más oscuro que el de
los astronautas humanos.
Demasiado viejos para ser de
ninguna utilidad, languidecen en jaulas alineadas en galpones inmundos,
enloqueciendo poco a poco de soledad y de aburrimiento, aprietan con
desesperación inmóvil los barrotes con sus dedos extrañamente expresivos o se
golpean contra los muros y chillan dando vueltas en el espacio sofocante de
unas celdas que ni en el más punitivo de los sistemas penitenciarios se
considerarían adecuadas para encerrar a un hombre.
Esas miradas de angustia abismal, brillando con una
expresión que nos parece demasiado cercana a nosotros como para no
sobrecogernos con la intuición de una espantosa injusticia.
Genéticamente, la
diferencia entre un ser humano y un chimpancé es de un escaso dos por ciento.
Pero basta la simple observación para confirmar un parentesco en el que
preferimos no pensar para que nuestra conciencia no quede abrumada bajo una
culpabilidad irrespirable. Los chimpancés son inteligentes, sensibles a la
amistad y a los lazos familiares, propensos por igual a la alegría y al
abatimiento. Aprenden con facilidad un número con ocasión de encontrarse en
espacios comunes en los que pueden descubrir el regocijo de la vida social e
incluso aventurarse en lo que no recuerdan haber conocido, la libertad de
caminar al aire libre.
Pero no es fácil habituarse a
un modesto paraíso después de tantos años de aguantar el infierno. A los
chimpancés que trabajan en los circos lo más normal es arrancarles los dientes.
Muchos de los que llegan a los refugios sufren enfermedades
que les fueron inoculadas para experimentar en ellos el efecto de las
medicinas: un grupo numeroso de veteranos lo forman los seropositivos. Y
también abundan los que se mueren de pánico ante la presencia de sus
semejantes, después de pasar en soledad una vida entera.
“El mono, astronauta a la fuerza
en su infancia, se sube al árbol y contempla la hermosa lejanía”
El momento decisivo es cuando a un chimpancé llegado al refugio se le abre la puerta de la jaula. Algunos ni se atreven a aproximarse a ella. Otros dan unos pasos, asoman la cabeza, se vuelven asustados, incapaces ya de abandonar la protección de las rejas. Uno de ellos, ya muy viejo, que en los años sesenta voló en órbita alrededor de la Tierra, sale con pasos torpes de la jaula, mira a su alrededor, atraviesa un prado, se aproxima a un árbol, lo mira como si no hubiera visto nunca nada parecido.
Pero algo más antiguo que su memoria se despierta ante la
visión del árbol, y el chimpancé viejo da un salto y poco a poco asciende hasta
la copa, y se acomoda en ella mirando hacia la hermosa lejanía, gimiendo de
felicidad.