Parecería ser que todo aquello que realizamos, las acciones que constituyen nuestro aporte diario en favor de la convivencia entre todos, nuestra aptitud para intentar armonizar las disonancias, limar asperezas, confraternizar solidariamente, es decir, el intercambio de las experiencias que dan sentido a la vida, todo esto y todas las que puedan haber acontecido con el pasaje de las horas, si no lo has publicado si no se han enterado “tus amigos” tus buenas acciones han perdido el valor que sólo la divulgación le hubiesen podido dar, aquello que hemos aprendido, de que tu mano izquierda no sepa lo que ha realizado tu mano derecha, ya no tiene mayor sentido, ahora, sólo lo que alguien divulga tiene carácter de noticia.
“Filosofía”, en el sentido vago y corriente de la palabra, acontece doquiera el hombre cavila sobre sí, doquiera se queda consternado ante la incomprensibilidad de su estar-aquí, doquiera las preguntas por el sentido de la vida emergen desde su corazón acongojado y trémulo.
De este modo se le ha cruzado la filosofía casi a cada hombre alguna vez – como un sobresalto que nos estremece de súbito, como una aflicción y melancolía al parecer sin fundamento, como pregunta inquieta, como una sombra oscura sobre nuestro paisaje vital.
Alguna vez toca a cada quien, tiene muchos rostros y máscaras, conocidas e inquietantes, y tiene para cada uno una propia voz, con la cual lo llama”.
Eugen Fink,
Fenómenos fundamentales de la existencia humana
“Los gobiernos no quieren gente bien informada, bien educada, capaces de pensamiento crítico. Eso va en contra de su interés.
Quieren trabajadores obedientes, personas que solo sean inteligentes para hacer funcionar las máquinas y hacer el papeleo, gente pasiva y sumisa.
George Carlin
Generalmente, se cree que reflexionar sobre el sentido de las cosas es una pérdida de
tiempo.
Y cómo pensar distinto si vivimos en un mundo en el que estamos constantemente
siendo atropellados, porque todos corren de aquí para allá y las máximas que rigen son: “el tiempo es oro” o “el que pestañea, pierde”.
Y es que, convergen hasta este punto de la historia del hombre moderno: la Razón como eje fundamental hacia la construcción de una nueva forma de relacionarnos con la realidad; una desacralización creciente, a propósito de lo anterior; la competencia cada vez más salvaje con el surgimiento del sistema capitalista; y, finalmente, lo anterior que decanta en mayor segregación social.
Por otro lado, hemos asimilado, como hombres modernos, una noción de tiempo racionalmente orientada hacia el Progreso. Pero ¿de qué progreso se trata? Es aquí
dónde se vuelve relevante ponernos a pensar sobre el sentido de nuestro andar por el mundo.
Es aquí donde se torna práctico el ejercicio de reflexionar.
Práctico, porque sólo cuando logremos responder a esa pregunta, es que estaremos viviendo realmente, viviendo con sentido.
Si decidimos que el sentido está, por ejemplo, en conformar una linda familia, o en ser una “buena persona”, o, si resolvemos que el sentido, está en un Otro, o dentro de nosotros mismos, o en un servir a los demás, etcétera, sólo en ese momento para cada uno de nosotros, la vida significará.
Y en tanto se torne significativa es que, al mismo tiempo, podremos planificar y proyectarnos como queremos.
Mientras no hallemos respuestas, no obstante, pareciera no nos queda más alternativa que seguir dentro del huracán de la modernidad, que nos empuja a seguir su camino a la fuerza.
Pero, ¡ojo!, a veces la fuente de Sentido deja caer, de entre algunas grietas, un poco de su sustancia, la invitación es, pues, a estar atentos y descubrir en qué momentos lo hace.
En «Homo Sacer», Giorgio Agamben habla de la figura del derecho romano que se aplicaba a aquellos sujetos cuya vida, tras haber cometido un delito, estaba expuesta al poder soberano.
El homo sacer no podía ser sacrificado, pero podía ser asesinado sin impunidad, ya que su muerte no tenía valor alguno. Esta figura, que Agamben recupera para hablar de los parias del siglo XX –masas exterminadas que no llegan a ser sujetos políticos, sino mera vida física– sitúa al individuo al margen, entre la ciudadanía y la vida social. Está vivo, pero es como si ya estuviese muerto, como los forajidos de los Western: «Se busca vivo o muerto».
En cierto modo, el asesinato –porque matar a alguien, ya sea «legalmente», en guerra, o en acto de terrorismo, no es otra cosa que asesinato– de Osama Ben Laden sólo se entiende según el modelo del homo sacer. De hecho, el titular de las noticias ha sido: «EE.UU. mata a Ben Laden». Es decir, es el pueblo, «el poder soberano», el que imparte justicia y juzga que esa persona ya no es una persona. El problema está aquí, por supuesto, no en que el sujeto mereciese ser matado –y descuartizado en trocitos pequeños–.
El problema es lo que supone que un poder soberano, que dominan el mundo, expanda su soberanía a un lugar lejano, y allí, sin impunidad alguna, «haga justicia», y no sólo para desarticular una red terrorista –que, desgraciadamente, seguirá operando–, sino para realizar una «venganza simbólica». Y para que esto suceda así sólo hay dos opciones: que estemos en guerra o que hayamos asistido a un acto de terrorismo global. Si en su día no apoyamos esa guerra, no podemos ahora congratularnos felizmente con este asesinato.
El hombre antiguo, regido por códigos rigurosos, extremadamente impuestos por la intervención directa de los representantes de “la divinidad” quienes secundaban impúdicamente oficiando de brazo secular de los poderes de turno para someter al rebaño dentro de los estrechos límites de sus corrales, bien que puede orientarnos desde los albores de su existencia develando “al hombre moderno” el drama existencial que aún hoy le somete y agobia.
No estimo prudente invitar a mis amigos a recorrer el enmarañado camino de mi lectura, no he podido adaptarme a los breves y escuetos mensajes de texto de la modernidad, lo que ha ocurrido es que me han preguntado sobre los orígenes del “homo Sacer” y no ha resultado nada sencillo intentar una breve explicación.
El homo Sacer existe hoy, en plena modernidad, no obstante estar presente en los arcaicos textos del Derecho Romano, y ser un referente de innúmeras definiciones de sacer, dejo en la voluntad y paciencia de los lectores la posibilidad de incursionar en el tema.
Reconozco la aparente incoherencia de la lectura de este artículo, el cual peca por lo extenso de su contenido y la variedad de los autores citados.
Hugo W. Arostegui