Los habitantes del mundo de principios del siglo XXI
corremos el riesgo de dejar el peor legado en los anales de la civilización,
puesto que es posible que nuestros descendientes, en el año 2100, se enfrenten
a un calentamiento global acelerado que ya no podrán revertir. En ese caso,
seguramente, esas personas se preguntarán por las causas que llevaron a sus
bisabuelos a hipotecar las condiciones ambientales de su estancia en el
planeta.
La amenaza se detectó con la suficiente antelación, se
consiguió identificar a los principales responsables y se logró establecer las
medidas que se deberían aplicar para intentar solventar el problema. Sin
embargo, la fe en que la tecnología lograse eliminar la emisión de gases de
efecto invernadero (GEI) sin mayores sacrificios, para de este modo conservar
las condiciones del consumo masivo de bienes y servicios, se convirtió en una
quimera de la esperanza tecnológica que se ha terminado constituyendo en nuestra
mejor excusa para no asumir los esfuerzos que demanda el intentar solucionar la
cuestión de forma efectiva.
Y es que, finalmente, la gran incógnita sobre la
herencia que dejaremos para el futuro reside en vislumbrar si el avance
tecnológico acumulado podrá alcanzar a compensar el grave, y es probable que
irreversible, desequilibrio infringido al ecosistema.
No obstante, no se puede obviar el beneficio que la
explotación masiva de los combustibles fósiles ha supuesto para la mejora de
las condiciones de vida de una gran parte de la población mundial y se debe
reconocer que, sin ese aporte, hubiera sido imposible sacar de la pobreza a
millones de personas en las últimas décadas. Precisamente, el gran dilema en
las políticas contra el cambio climático reside en tener que elegir entre
resolver el problema, eliminando de forma radical el uso de los hidrocarburos y
condenando a una gran crisis energética a la economía y a la sociedad actual, o
mantener el disfrute de las energías fósiles y sentenciar a nuestros
descendientes a un hipotético gran desastre climático, económico y social.
El acuerdo de París, que se firmó en diciembre de 2015,
supuso la mayor oportunidad perdida que se haya dado hasta la fecha para atajar
el proceso climático, aunque sirvió para que la mayoría de los habitantes del
planeta asumieran, erróneamente, que el combate contra el calentamiento global
había alcanzado un punto de inflexión y que ya se comenzaba a implementar una
solución eficaz. De tal forma, un acuerdo que fue clasificado previamente por
la ONU como deficitario para lograr el objetivo de no superar los 2º C de
incremento de temperatura con relación a los niveles preindustriales (ONU,
2015: 4) se convirtió en la mejor coartada, a corto y mediano plazo, para no
afrontar una reducción radical en el uso de los combustibles fósiles.
El principal argumento que sustentó la esperanza depositada
en el texto de París emanó de la supuesta capacidad para incrementar sus
objetivos en el futuro, ya que el acuerdo prevé ajustar la diferencia que se
mantiene entre las contribuciones presentadas por los emisores y las
necesidades reales de reducción en el periodo que queda hasta su entrada en
vigor, en el año 2020.
Además, se confiaba en que la aparente disminución en el
incremento de las emisiones anunciada para 2015 fuese el inicio de una
tendencia hacia la estabilización que diera paso a la fase de restricciones
posteriores. Sin embargo, dos años después de la firma, el nivel de emisiones
globales marcó en 2017 un nuevo récord, con 32,53 Gt de CO2 (IEA,
2017), al tiempo que la acumulación de partículas de CO2 en
la atmósfera continuó aumentando, con 410 ppm, y la deserción estadounidense
dejó en evidencia la escasa capacidad del acuerdo para obligar a los firmantes
a su cumplimiento.
Ante este escenario, una forma correcta de haber presentado
el consenso de París hubiera sido reconociendo que, a pesar de tratarse de un
convenio que se encuentra muy alejado de lo que se necesita para resolver el
problema, se trata de un instrumento para caminar en la dirección de realizar
mayores esfuerzos de reducción de emisiones de cara al futuro. Pero en ningún
caso se debía anunciar como un gran logro en la lucha efectiva contra el cambio
climático, ni como un gran avance en el compromiso real de los diferentes
países para aplicar las reducciones de emisiones necesarias.
Es preciso
entender que el clima de la Tierra no responde de forma automática a los
estímulos del ser humano, sino que se trata de un sistema que se ha mantenido
en un cierto equilibrio desde la última gran glaciación, hace 12.000 años. Por
lo tanto, una vez que se vea descompensado, difícilmente retornará a su ajuste
original y las consecuencias para el hábitat de nuestros reemplazos en la
superficie del planeta pueden resultar irreversibles, por mucho que se puedan
reducir las emisiones con posteridad. Además, el peligro que supone el posible
colapso de los sumideros y depósitos naturales de GEI incrementa las
probabilidades de provocar un efecto de retroalimentación.
Algunos datos científicos ya resultan tan pesimistas que
ponen en duda la capacidad para atajar el proceso, debido a la inercia de la
concentración de GEI en la atmósfera y a la acumulación térmica desarrollada en
los océanos, puesto que estos factores pueden seguir calentando la atmósfera a
un ritmo similar al actual, incluso en ausencia de emisiones antropogénicas
adicionales (IPCC, 2013: 27).
Así, el acuerdo de París no fue más que una nueva compra de
tiempo, por parte de los gobiernos, a fin de aparentar que la situación se
estaba solventando de manera efectiva, puesto que el texto se situó muy alejado
del objetivo de control radical de emisiones que se requería, ya que dichas
políticas implicarían un atentado tan grave contra la economía, asentada en el
uso masivo de los combustibles fósiles, que ninguno de los gobiernos de los
principales emisores sería capaz de asumir planteamientos de esa naturaleza.
Sobre todo en el actual panorama de inestabilidad e incertidumbre
internacional, donde las tensiones geopolíticas incentivan el crecimiento de
los presupuestos militares y en el que las potencias globales y regionales
interpretan las restricciones que puedan mermar sus crecimientos económicos
como amenazas a su capacidad para sufragar los gastos en defensa (Wolin, 2008:
136).
Esta situación se puede alargar durante varias décadas, en
base a que, según las proyecciones más optimistas de la Agencia Internacional
de la Energía, para 2040 el uso de las energías no fósiles tan solo cubriría un
40% del mix energético global (IEAa, 2017). No obstante, incluso llegar a un
hipotético porcentaje de empleo de renovables del 99% podría ser inútil para
reducir las emisiones de GEI, siempre que ese progreso de las energías limpias
se produjera sobre los incrementos de la demanda energética y el 1% en el uso
de los combustibles fósiles siguiese representando un volumen neto similar al
que se quema en la actualidad. De hecho, la gran ilusión que se fraguó en París
fue que se podía luchar contra el cambio climático beneficiándose del gran negocio
de la implantación expansiva de las renovables y, a la vez, mantener inalterado
el acceso masivo a los combustibles fósiles.
Por supuesto, este horizonte no resultará tan
perjudicial para el pequeño porcentaje de la población mundial que logre
acceder a los niveles de rentas más elevados, al permitirle habitar en las
zonas más seguras y menos expuestas a sufrir eventos climáticos catastróficos.
En caso de emergencia, esta élite poseerá los recursos necesarios para poder
desplazarse a otros lugares de residencia alternativos en los que, gracias a su
alto poder adquisitivo, no suele provocar el rechazo que otro tipo de
inmigrantes suelen generar entre la población de acogida. De hecho, las utopías
de viajes interplanetarios están destinadas a este tipo de privilegiados, ya
que, aun en el caso de que estos periplos espaciales se puedan llevar a cabo,
difícilmente servirían para evacuar a la mayoría de los más de 10.000 millones
de personas que en el año 2100 se estima poblarán nuestro planeta.
Desde la perspectiva de la equidad, es necesario recordar
que, de media, un ciudadano estadounidense emite tanto CO2 como
10 habitantes de la India (BM, 2018) y que ese desequilibrio incentiva el
incremento del consumo de energías fósiles, ya que una redistribución más equitativa
de la riqueza permitiría reducir las emisiones globales a la vez que
proporcionaría unas condiciones de vida dignas a una mayor cantidad de seres
humanos.
Gran parte de los aumentos en la generación de GEI que
experimentan los países en vías de desarrollo provienen del tejido productivo
que los países más desarrollados mantenían en sus propios territorios y que,
desde hace varias décadas, fueron deslocalizando hacia los países con menores
costes laborales.
En consecuencia, ahora esas emisiones se contabilizan en los
países en desarrollo, independientemente de que una gran parte de los productos
se continúen consumiendo en los países desarrollados. De tal forma, los países
emergentes se oponen a que sus responsabilidades en el control de emisiones se
equiparen a las de los países más desarrollados, a pesar de que, sin su
colaboración, el proceso de incremento de las emisiones globales será
imparable.
En este contexto, el colectivo de la sociedad civil ha sido
señalado de forma repetida como el que debería impulsar el proceso de toma de
conciencia y de cambio de actitud con respecto al problema climático. Sin
embargo, al contrario de lo que esas esperanzas han planteado, el conjunto de
la ciudadanía consumidora global constituye una de las principales barreras a
las que se enfrentan los esfuerzos por implementar medidas radicales de
reducción de emisiones. Como señala Bauman (2007: 141), la sociedad actual ha
adoptado una actitud mayoritariamente depredadora y el interés conservacionista
se ve sobrepasado por el deseo de absorber recursos a un ritmo cada vez más
acelerado.
El pensamiento competitivo impregna hasta tal punto el
tejido social que los tímidos y minoritarios intentos decrecionistas de algunos
individuos se perciben como antítesis de lo que la mayoría entiende como un
“estilo de vida satisfactorio”. Ese rechazo contra toda persona que se resista
a seguir los patrones de adquisición, disfrute y desecho intensivo de recursos
no se restringe a las sociedades más acomodadas.
Por el contrario, la expansión
del sistema capitalista a escala global provoca que los deseos energívoros y la
crítica negativa contra todos aquellos que se resistan a adoptarlos se
consolide en la mayoría de los grupos sociales, con independencia de sus
capacidades económicas. Aunque las responsabilidades acumuladas en el
agravamiento del proceso climático correlacionen, en gran parte, con los
niveles de renta más elevados.
Esta pauta generalizada de derroche se ve instigada
continuamente por parte de los intereses empresariales, a través de la
omnipresente publicidad. Con lo que la mayoría consumista obtiene una coartada
adecuada para sus hábitos. A su vez, el círculo se cierra cuando esa ciudadanía
tiende a castigar, en las urnas o en la calle, aquellas políticas que planteen reducir
sus capacidades de compra de bienes y servicios (Maravall, 2008: 194). De tal
forma, los empresarios a la caza de beneficios, los políticos en busca de
aprobación popular y los ciudadanos en pro del último bien de consumo con el
que intentar mitigar nuestras insatisfacciones conformamos el enigma de
principios del siglo XXI que tendrán que desentrañar nuestros descendientes,
cuando en el año 2100 se pregunten por qué no fuimos capaces de evitar
convertirnos en esa generación que les privó de disfrutar de las estables
condiciones climáticas de las que el ser humano se había beneficiado desde que
comenzó el proceso civilizador.
Es importante comprender que el cambio climático acelerado
representa, además de una elevación generalizada de las temperaturas medias en
el planeta, un incremento de los eventos de lluvias, sequías, calor y frío
extremos, con todas las consecuencias perniciosas que esas condiciones
catastróficas acarrean y acarrearán para unas sociedades y unas economías que
ya sufren todo un abanico de situaciones de inestabilidad. Porque se empieza a
tener constancia del quebranto que estamos provocando en la estabilidad
climática, pero existe una gran incertidumbre sobre el impacto que esas
alteraciones ocasionarán en las vidas de los que han de investigar en el
futuro, asombrados y perplejos, lo que probablemente ellos interpretarán como
nuestras desaprensivas conductas del presente.