Rendir culto al cuerpo está en boga, pero ¿y dedicar tiempo al cultivo de la mente? “Al igual que nos cuidamos y vamos cada vez más al gimnasio, deberíamos dedicar media hora diaria a la lectura”, sostiene el escritor catalán Emili Teixidor, autor de La lectura y la vida (Columna) y de la exitosa novela que inspiró la película Pa negre.
Favorecer la concentración y la empatía, prevenir la degeneración cognitiva y hasta predecir el éxito
profesional son sólo algunos de los beneficios encubiertos de la lectura. Sin
contar que “el acto de leer forma parte del acto de vivir”, dice el ex ministro
Ángel Gabilondo, catedrático de Filosofía en la Universidad Autónoma de Madrid
y autor del reciente ensayo Darse a la
lectura (RBA). Para
Gabilondo, la lectura “crea, recrea y transforma. Una buena selección de libros
es como una buena selección de alimentos: nutre”.
De la lectura de los primeros jeroglíficos esculpidos en piedra a
la de la tinta de los pergaminos, o a la lectura digital, el hábito lector ha
discurrido de la mano de la historia de la humanidad. Si la invención de la
escritura supuso la separación de la prehistoria de la historia, la lectura
descodificó los hechos que acontecían en cada época. Los primeros que leyeron
con avidez fueron los griegos, aunque fuesen sus esclavos quienes narraban en
voz alta los textos a sus amos. Siglos más tarde, la lectura se volvió una
actividad silenciosa y
personal, se comenzó a leer hacia el interior del alma. “Los grecolatinos
vinculaban la lectura a la lista de actividades que había que hacer cada día”,
sostiene Gabilondo. “Convirtieron el pasatiempo en un ejercicio: el sano
ejercicio de leer”. Fueron los romanos quienes acuñaron el “nulla dies sine
linea” (ni un día sin [leer] una línea).
¿Por qué es tan saludable? “La lectura es el único
instrumento que tiene el cerebro para progresar –considera Emili Teixidor–, nos
da el alimento que hace vivir al cerebro”. Ejercitar la mente mediante la
lectura favorece la concentración. A
pesar de que, tras su aprendizaje, la lectura parece un proceso que ocurre de
forma innata en nuestra mente, leer es una actividad antinatural.
El humano
lector surgió de su constante lucha contra la distracción, porque el estado
natural del cerebro tiende a despistarse ante cualquier nuevo estímulo. No
estar alerta, según la psicología evolutiva, podía costar la vida de nuestros
ancestros: si un cazador no atendía a los estímulos que lo rodeaban era
devorado o moría de hambre por no saber localizar las fuentes de alimentos. Por
ello, permanecer inmóvil concentrado en un proceso como la lectura es
antinatural.
Según Vaughan Bell, polifacético psicólogo e investigador del
King’s College de Londres, “la capacidad de concentrarse en una sola tarea sin
interrupciones representa una anomalía en la historia de nuestro desarrollo
psicológico”. Y aunque antes de la lectura cazadores y artesanos habían cultivado
su capacidad de atención, lo cierto es que sólo la actividad lectora exige “la
concentración profunda al combinar el desciframiento del texto y la
interpretación de su significado”, dice el pensador Nicholas Carr en su libro Superficiales (Taurus). Aunque la
lectura sea un proceso forzado, la mente recrea cada palabra activando
numerosas vibraciones intelectuales.
En este preciso instante, mientras usted lee este texto, el hemisferio izquierdo de su cerebro está trabajando a alta velocidad para activar diferentes áreas. Sus ojos recorren el texto buscando reconocer la forma de cada letra, y su corteza inferotemporal, área del cerebro especializada en detectar palabras escritas, se activa, transmitiendo la información hacia otras regiones cerebrales. Su cerebro repetirá constantemente este complejo proceso mientras usted siga leyendo el texto.
La actividad de leer, que el cerebro lleva a cabo con tanta
naturalidad, tiene repercusiones en el desarrollo intelectual. “La capacidad
lectora modifica el cerebro”, afirma el neurólogo Stanislas Dehaene,
catedrático de Psicología Cognitiva Experimental del Collège de France en su
libro Les neurones de la lecture (Odile Jacob).
Es así: hay
más materia gris en la cabeza de una persona lectora y más neuronas en los
cerebros que leen. El neurocientífico Alexandre Castro-Caldas y su equipo de la
Universidad Católica Portuguesa lo demostraron en uno de sus estudios, junto a
otro curioso dato: comparando los cerebros de personas analfabetas con los de
lectores, se verificó que los analfabetos oyen peor.