martes, 18 de septiembre de 2018

Sin Fecha De Vencimiento


Amistad, esa dulce palabra que en la adolescencia lo significa casi todo y que en esa etapa de nuestra vida convierte a los amigos en las personas con quienes más tiempo queremos pasar y a quienes confiamos nuestras cuitas, sueños y desvelos. 

Ellos nos ayudan a sonreir, nos suben el ánimo si nos sentimos tristes y, sin duda, siempre harán de un día aburrido uno mucho más interesante.

Durante la adolescencia todos nuestros amigos son importantes; sin embargo, siempre habrá ese alguien con quien mejor encajamos, ese que comparte nuestros mismos gustos y que hasta tiene en mente los mismos proyectos, ese que camina siempre a nuestro lado y lo sabe casi todo de nuestra vida, ese con el que apenas tenemos diferencias, el que marcará nuestro camino y será testigo de cómo se define nuestra personalidad, porque nos ayuda a descubrirnos y resulta parte imprescindible en el desarrollo de nuestra identidad personal...

También ese que, en un número significativo de ocasiones, de pronto un día se evapora y desaparece sin que haya existido riña, ofensa o decepción; simplemente se disipa, va desapareciendo de nuestra cotidianeidad... Y esa persona con la que un día compartimos los más importantes sucesos de nuestra vida, que contribuyó a definir una buena parte de nuestro comportamiento, pasa a un plano secundario.

Alcanzar una amistad sincera no es fácil y conservarla, aún menos. Y es que, a menudo sin darnos cuenta, nos convertimos en más prácticos, más desconfiados, menos leales y generosos, y hasta más desagradecidos; y aquello que de adolescentes llamábamos amistad y tenía tanto valor un día deja de existir porque lo convertimos en un intercambio de intereses que, además, tenemos la osadía de comparar con la madurez.

“Si tú me das yo te doy”, “todos los ojos quieren ver” y frases por el estilo comienzan a transformar nuestra vida en una huida hacia adelante que nos lleva a cargarnos de decepciones, ignorantes de que tener amigos de verdad es en realidad una gran defensa para proteger nuestro cuerpo y un garantía para mantener sano nuestro corazón. ¡Así, tal cual suena!

Los seres humanos desde siempre hemos estado conectados con el hecho de vivir en comunidad. Al principio de los tiempos, porque “arroparse” unos a otros era básicamente un modo de sobrevivir; después, porque trabajar en equipo fue una forma de crecer y prosperar. De este modo empezaron a cobrar importancia los núcleos sociales, que poco a poco se fueron convirtiendo primero en comunidades y después en grandes poblaciones.

A día de hoy, la ciencia conoce que tener amigos marca positivamente muchos momentos de nuestro desarrollo; de hecho, mejora en gran medida nuestra resistencia psicológica y física y hace que tengamos una mente mucho más aguda y preparada para superarnos; y, lo más importante, influye notablemente en nuestra salud, porque no tener conexiones fuertes con otras personas puede ocasionar diferentes patologías en nuestro organismo, tales como presión arterial alta, obesidad abdominal o enfermedad cardíaca.

Si vivimos agrupados, de algún modo nos hacemos responsables de los demás, somos por lo tanto más propensos a cuidarnos y más tendentes a evitar riesgos innecesarios, ya que nos sentimos importantes para alguien y ese sentido de pertenencia aumenta los niveles de seguridad y autoestima; por esto muchas personas que se sienten socialmente aisladas o excluidas suelen inclinarse por los malos hábitos -tabaquismo, alcoholismo, mala alimentación, falta de ejercicio...- y sufren de dificultades para dormir.

¡Cuanto mayor sea la escala de soledad mayor es el nivel de agitación durante las horas de sueño! Y esto ocurre porque nuestro instinto primitivo hace que descansemos mejor cuando nos sentimos queridos y protegidos, pues sin importar cuál sea nuestra edad, si estamos rodeados de familiares y/o amigos, el riesgo de padecer ciertas enfermedades se reducen en un 50 por ciento, ya que relacionarse con otras personas mejora la sensación de optimismo y disminuye las probabilidad de sufrir de problemas mentales.

Es más, cuando dejamos de compartir tiempo con familiares y/o amistades corremos el riesgo de acelerar el deterioro cognitivo que inevitablemente llega con el envejecimiento; de ahí que muchas personas mayores aisladas suelan tener mayor probabilidad de desarrollar demencia que aquellas que son socialmente activas.

Dicho de otro modo, la soledad puede ser un asesino silencioso que conduce a tener malos hábitos y resulta muy perjudicial para nuestra salud; por lo tanto, aunque sólo sea por el 'egoísmo' de sentirnos sanos, valoremos merecidamente lo que supone tener buena relación con nuestros familiares, amigos, vecinos... No antepongamos incomprensiones, intolerancias, inquinas,... Intentemos ponernos en el lugar de los demás, no juzguemos sus vidas, preveamos que sus actos, erróneos o no, tendrán una causa previa; reconozcamos sus valores sin desmerecerles, sólo porque no encajen conforme a los nuestros... ¡Hagámoslo!

Suena lindo, ¿verdad?, utópico, ¡y hasta ridículo!, dado el grado de desapego e individualidad al que estamos llegando en nuestras modernas sociedades, donde la palabra amistad ya suena como 'trasnochada'; donde, lejos de que los triunfos ajenos causen alegrías, lo que generan son envidias y donde hay que guardar logros y fracasos a buen recaudo para no correr el riesgo de convertirse en comidilla, ser fiscalizados e incluso marginados.

¿Quieren un consejo de amigo? Piensen en cómo cultivar la verdadera amistad en un mundo tan cicatero y mezquino como el nuestro; merecerá la pena y conseguirlo tendrá mucho mérito; pero antes tendrán que romper esa espiral de recelos, prejuicios y envidias que se desatan cuando mostramos sin reservas nuestras ineludibles diferencias. 

Y aspiren a ser felices sabiendo que, si hay quien piensa en ustedes con afecto y respeto, su vida será más interesante, más larga y, sobre todo, mucho más placentera.


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