Crisis vitales: nunca es tarde para recuperar la ilusión
¿Cuáles son nuestros mejores atributos? ¿Cómo nos
definieron de pequeños?
“Es hora de reconocer dónde nos hemos perdido para
recorrer el camino que nos pertenece”
Laura Gutman
Nos miramos al espejo y ¿qué vemos? Los ojos del niño que
hemos sido, con nuestras ilusiones, fantasías y anhelos. Han pasado
muchos años durante los cuales hemos hecho grandes esfuerzos para dejar de lado
esos sueños infantiles, porque necesitábamos sobrevivir al desencanto, al
desamor y en algunos casos a la soledad que, lamentablemente, acompaña con
frecuencia las infancias.
Hemos adornado los recuerdos infantiles con sus mejores
escenas para acunarnos un poco: alguna fiesta de cumpleaños, una
celebración familiar o imágenes de travesuras compartidas con amigos del barrio
que por azar no terminaron tan mal.
Preferimos acomodar la niñez en un cuadro de añoranzas
felices, reservándonos el derecho a creer que, alguna vez, la vida nos ha
resultado fácil.
Revisar el discurso materno
Para crecer sin demasiado sufrimiento, hemos organizado
nuestras creencias en un sistema más o menos confortable, aunque ese
conjunto de ideas no tengan contacto con la realidad que nos ha tocado vivir.
Una parte de lo que nos resulta arduo recordar pertenece a los esfuerzos que
hemos hecho para responder a las expectativas –positivas o negativas–
de nuestra madre.
El universo materno y las palabras que ella ha dicho hasta
el hartazgo cuando fuimos niños –y que no teníamos más remedio que escuchar y
tomar como verdad absoluta porque formaban parte de su vivencia interior– han
resonado en nosotros y se han convertido en el espejo a través del cual
observamos el entorno y a nosotros mismos.
¿Qué vemos en ese espejo? Vemos todo lo que mamá pretendió
de nosotros.
Vemos en lo que nos hemos convertido para complacerla. Tal vez
podamos trazar un hilo invisible fabricado con retazos de amargura,
preocupaciones desmedidas, exigencias, responsabilidades o incluso enfermedades
físicas que nos han acompañado, y que incluso hoy forman parte de nuestras
actividades cotidianas.
Nos hemos convertido en adultos con poco entrenamiento
para la libertad.
Las palabras de nuestra madre cuando fuimos niños se han
convertido en el espejo a través del cual nos observamos.
¿Por qué hablamos de libertad? Porque los individuos
tenemos el derecho de descubrir nuestros mejores atributos para ponerlos
en práctica a favor de toda la humanidad. Incluso y sobre todo si mamá o papá o
algún maestro nos ha dicho que no servimos, que no somos aptos, que nunca
ganaríamos dinero con aquello o que no tiene valor o lo que sea que hayamos
necesitado creer.
Ese es el sentido de retomar –durante la madurez– la libertad
como un recurso indispensable para entrar en contacto con quienes hemos sido y
seguimos siendo en un nivel interno y poco visible aun para nosotros.
Aquí estamos hoy observándonos. Es el momento perfecto
para evaluar si eso que nos han dicho, y que hemos creído cuando fuimos niños,
todavía es válido.
Deshazte de tus creencias limitadoras
El mayor desafío es el peso de las creencias. Si
siempre nos ha encantado la música, pero nos han dicho y hemos creído que no
somos aptos para tocar un instrumento o que con la música nos hubiéramos muerto
de hambre o lo que sea, es evidente que el problema no somos nosotros ni la
música.
Los únicos inconvenientes son las creencias que con el paso
del tiempo han calado hondo en la totalidad de nuestro ser.
Lo mismo sucede si nos creemos poco atractivos o poco
inteligentes, si creemos que las cosas solo se consiguen con esfuerzo y
sacrificio, o si creemos que la felicidad no es para nosotros. Sea lo que sea,
se trata de creencias. Creencias que han sido dichas desde que éramos pequeños
y han entrado en nuestras mentes y nuestros corazones como si fueran la única
verdad revelada.
Pero resulta que no. Hay tantas verdades como puntos de
vista y tantas experiencias y posibilidades como las que nos atrevamos a
transitar.
No importa qué ni cómo ni dónde. Importa que nos otorguemos la
libertad de ser nosotros mismos con nuestros atributos y
capacidades, que nos han sido dados como regalos del cielo y que no atienden a
razones ni modas ni valoraciones positivas o negativas.
Nada de lo que somos está bien ni mal. No hay nada
que no podamos recuperar –sin importar nuestra edad ni nuestra trayectoria de
vida– sobre todo si, en algún lugar de nuestro ser esencial, nos pertenece.
Simplemente las habíamos olvidado.
Es comprensible que hayamos tenido la imperiosa necesidad de
creer en las opiniones y sobre todo en los miedos de los mayores cuando fuimos
niños. Pero eso ya pasó.
Ahora somos adultos y nos corresponde discriminar
las creencias prestadas y
cargadas de miedos del contacto con el abanico de posibilidades que se nos abre
hoy.
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