miércoles, 19 de septiembre de 2018

La Muchedumbre Solitaria


Las semblanzas del hombre medio -aquel que no es rico ni pobre, libre ni esclavo- se suceden a lo largo del último siglo. Sus anhelos y pesadillas han ocupado tanto a sociólogos e historiadores como a escritores y artistas. Con la transición del capitalismo de producción al de consumo se fue perfilando y consolidando un nuevo estrato social: la clase media. Y con ella subieron a escena el hombre y la mujer que la conforman.

Aman, sufren; creen en algo o deambulan, desconfiados; a veces protestan, otras concuerdan. Pueden ser justos o réprobos. Pero el eje de su vida es el consumo. El marketing y la publicidad tienen el ojo puesto en ellos. En conjunto, gastan y hacen ganar millones. Desde la infancia hasta la vejez se los escudriña y disecciona; sus hábitos, costumbres, necesidades, son cuidadosamente registrados y analizados para adecuar la oferta a la demanda. Y en épocas electorales adquieren relieve fugaz, pues se transforman en el objeto de deseo de los candidatos. Esos votantes distantes y veleidosos, en su mayoría de clase media, eligen los gobiernos.

No obstante su importancia, el hombre medio nació apático, como anestesiado. Al principio no se lo diferenció del hombre masa, a quien Ortega, entre otros, estigmatizó: "La estupidez es vitalicia y sin poros", afirmó con ingenio despectivo para referirse al nuevo tipo humano. No era para menos: desde fines del siglo XIX la elite se sintió asediada por la irrupción de un individuo que adquiría identidad en la aglomeración, fuerza en el amontonamiento. 

El comunismo, el fascismo, el nacionalismo, condujeron a esos hombres y mujeres a la plaza pública, dotándolos de consignas y reivindicaciones amenazantes.

La literatura y el ensayo posteriores a la Primera Guerra Mundial comenzaron a deslindar al individuo de la masa. Se atemperó la fobia despectiva: ese sujeto ya no inquietaba más que a sí mismo. El "hombre sin atributos" de Musil somos nosotros: antihéroes, escasos de originalidad y vuelo, sometidos al dictamen de un mundo regido por el número. El personaje que conquistó la realidad y perdió el sueño. A este ser atribulado y gris, Kafka le adosó la pesadilla trágica: un insecto que se revuelve en laberintos infinitos sin conocer jamás el motivo de su tormento.

Más cerca de la actualidad, la sociología, la literatura y el arte norteamericanos de mediados del siglo pasado trazaron un retrato magistral de la clase media. La cuna del consumo describió a sus criaturas con certeza insuperable. Una ansiedad difusa, cuyo eco resuena contra la oquedad del cemento y las sombras de los rascacielos; escaparates de bares que dejan ver a seres de traje oscuro, acodados en el mostrador, bebiendo alcohol antes de volver a casa; hoteles anónimos donde se depositan absortos hombres y mujeres de paso, a medio abrir sus valijas, la mirada opaca, el cuerpo abatido; transeúntes, luces de neón, oficinas, restaurantes de mala muerte, rutas perdidas. 

Las pinturas de Edward Hopper, las fotos de Robert Frank y otros, capturan estas escenas. Y Arthur Miller, como pocos, desentraña el talante emocional que las sostiene. Willy Loman, el protagonista de Muerte de un viajante, está agotado, al cabo de un recorrido interminable, estéril. "Me siento tan solo sobre todo cuando el negocio va mal y no hay nadie con quien hablar", le confiesa a la mujer ocasional que lo distrae al borde del camino. La promesa de éxito, de ganar amigos para ser feliz y hacer negocios, es esquiva. El dinero se evapora pagando cuotas; la esperanza de ser alguien desfallece entre la incertidumbre y la mediocridad.


Por la época que evocamos, en un ensayo considerado ya clásico, titulado La muchedumbre solitaria , el sociólogo norteamericano David Riesman propuso una explicación cautivante del proceso histórico cultural que desemboca en el hombre medio. Es la cara sociológica de la moneda, cuya otra faz iluminan la literatura y el arte. 

Riesman distingue tres tipos de personalidades, según la dinámica poblacional. Al primero, propio de sociedades de alto potencial de crecimiento demográfico, lo denomina "carácter dirigido por la tradición"; al segundo, inherente a sociedades en equilibrio poblacional, lo llama "carácter autodirigido", y al tercero -el que aquí nos interesa- lo bautiza "carácter dirigido por los otros", asimilándolo a sociedades de evolución demográfica declinante.

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