Las semblanzas del hombre medio -aquel que no es rico ni
pobre, libre ni esclavo- se suceden a lo largo del último siglo. Sus anhelos y
pesadillas han ocupado tanto a sociólogos e historiadores como a escritores y
artistas. Con la transición del capitalismo de producción al de consumo se fue
perfilando y consolidando un nuevo estrato social: la clase media. Y con ella
subieron a escena el hombre y la mujer que la conforman.
Aman, sufren; creen en algo o deambulan, desconfiados; a
veces protestan, otras concuerdan. Pueden ser justos o réprobos. Pero el eje de
su vida es el consumo. El marketing y la publicidad tienen el ojo puesto en
ellos. En conjunto, gastan y hacen ganar millones. Desde la infancia hasta la
vejez se los escudriña y disecciona; sus hábitos, costumbres, necesidades, son
cuidadosamente registrados y analizados para adecuar la oferta a la demanda. Y
en épocas electorales adquieren relieve fugaz, pues se transforman en el objeto
de deseo de los candidatos. Esos votantes distantes y veleidosos, en su mayoría
de clase media, eligen los gobiernos.
No obstante su importancia, el hombre medio nació apático,
como anestesiado. Al principio no se lo diferenció del hombre masa, a quien
Ortega, entre otros, estigmatizó: "La estupidez es vitalicia y sin poros",
afirmó con ingenio despectivo para referirse al nuevo tipo humano. No era para
menos: desde fines del siglo XIX la elite se sintió asediada por la irrupción
de un individuo que adquiría identidad en la aglomeración, fuerza en el
amontonamiento.
El comunismo, el fascismo, el nacionalismo, condujeron a esos
hombres y mujeres a la plaza pública, dotándolos de consignas y
reivindicaciones amenazantes.
La literatura y el ensayo posteriores a la Primera Guerra
Mundial comenzaron a deslindar al individuo de la masa. Se atemperó la fobia
despectiva: ese sujeto ya no inquietaba más que a sí mismo. El "hombre sin
atributos" de Musil somos nosotros: antihéroes, escasos de originalidad y
vuelo, sometidos al dictamen de un mundo regido por el número. El personaje que
conquistó la realidad y perdió el sueño. A este ser atribulado y gris, Kafka le
adosó la pesadilla trágica: un insecto que se revuelve en laberintos infinitos
sin conocer jamás el motivo de su tormento.
Más cerca de la actualidad, la sociología, la literatura y
el arte norteamericanos de mediados del siglo pasado trazaron un retrato
magistral de la clase media. La cuna del consumo describió a sus criaturas con
certeza insuperable. Una ansiedad difusa, cuyo eco resuena contra la oquedad
del cemento y las sombras de los rascacielos; escaparates de bares que dejan
ver a seres de traje oscuro, acodados en el mostrador, bebiendo alcohol antes
de volver a casa; hoteles anónimos donde se depositan absortos hombres y
mujeres de paso, a medio abrir sus valijas, la mirada opaca, el cuerpo abatido;
transeúntes, luces de neón, oficinas, restaurantes de mala muerte, rutas
perdidas.
Las pinturas de Edward Hopper, las fotos de Robert Frank y otros,
capturan estas escenas. Y Arthur Miller, como pocos, desentraña el talante emocional
que las sostiene. Willy Loman, el protagonista de Muerte
de un viajante,
está agotado, al cabo de un recorrido interminable, estéril. "Me siento
tan solo sobre todo cuando el negocio va mal y no hay nadie con quien
hablar", le confiesa a la mujer ocasional que lo distrae al borde del
camino. La promesa de éxito, de ganar amigos para ser feliz y hacer negocios,
es esquiva. El dinero se evapora pagando cuotas; la esperanza de ser alguien
desfallece entre la incertidumbre y la mediocridad.
Por la época que evocamos, en un ensayo considerado ya
clásico, titulado La
muchedumbre solitaria ,
el sociólogo norteamericano David Riesman propuso una explicación cautivante
del proceso histórico cultural que desemboca en el hombre medio. Es la cara
sociológica de la moneda, cuya otra faz iluminan la literatura y el arte.
Riesman distingue tres tipos de personalidades, según la dinámica poblacional.
Al primero, propio de sociedades de alto potencial de crecimiento demográfico,
lo denomina "carácter dirigido por la tradición"; al segundo,
inherente a sociedades en equilibrio poblacional, lo llama "carácter
autodirigido", y al tercero -el que aquí nos interesa- lo bautiza
"carácter dirigido por los otros", asimilándolo a sociedades de evolución
demográfica declinante.
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