“Quien es muy
alegre debe ser un hombre bueno, pero quizá no sea el más inteligente, aunque
logra aquello a lo que el más inteligente aspira con toda su inteligencia”
Nietzsche
El origen de la
sonrisa, según la explicación de los etólogos, proviene del hecho de mostrar los
dientes en señal de inconformidad ante la presencia de un adversario,
como cuando un perro de la calle, por ejemplo, quiere apropiarse del
lugar, la conquista o el alimento de otro que por cuestión del azar llegó
primero. La sonrisa no tiene un origen enaltecedor, es la expresión emotiva de
quien sabe que va a triunfar incluso antes de haber comenzado la competencia
o se halla en posición de superioridad y quiere parecer
indulgente. Cuanta más ventaja o mayor rango más prodigalidad en la
concesión de sonrisas, si se gruñe o no se sonríe es porque
todavía no hay apropiación cabal de posición dominante o
simplemente el portador del rostro -la máscara, la personalidad- no ha
descubierto los beneficios que aporta el hecho de desplegar una amplia sonrisa.
En un libro que se
titulara Cómo tratar a sus subordinados con toda seguridad se
aconsejará al ejecutivo que sonría cuando llegue a la oficina para que los
demás entiendan de una vez por todas quién es el capitán del barco.
Sonreír parece un
acto noble, expresión cabal de tolerancia, respeto y
aceptación, pero puede ser también desafío, superioridad manifiesta ante
quien recibe las muestras de afecto. Si uno se presenta como un regalo ante los
demás y la naturaleza lo ha dotado con cualidades físicas, morales o
intelectuales excepcionales, la sensación de suficiencia o aplomo que
sugiere la actitud puede resultar incómoda o irritante para aquellos a quienes
el azar no les brinda ni siquiera la ilusión de llegar a soñar con ser la
caricatura de aquello que los deslumbra.
La risa y el llanto
son confirmación del vacío de la vida, pero es preferible soportar una risa
desenfrenada que una amargura mal justificada:
Produce a la verdad
un singular efecto el pasearse tan tranquilamente por los restos de
tantas agitaciones; encontrar a cada paso males previstos que no sobrevinieron,
bienes esperados que no se realizaron, y para colmo de miserias las huellas de violentas
preocupaciones a propósito de hechos ignorados, que no están indicados, y
cuya memoria misma, si se encuentra, no nos dice nada.
Semejante paseo debería
ser suficiente para enseñarnos a sobrellevar con calma el vaivén de todas las
cosas de este mundo (Tocqueville. 1985: 24).
Un acto heroico:
ser consciente de las calamidades de la vida, la imposibilidad de saber nada con
certeza, la inestabilidad de todo a nuestro alrededor y, sin embargo,
asumir una actitud valerosa, no dejar de perseverar en la búsqueda de
curiosidades intelectuales, acoger el siguiente consejo: "No hay cosa
mejor para el hombre que coma y beba y que su alma se alegre en su
trabajo (Eclesiastés 2-24), que su trabajo se constituya en el cultivo de la
sabiduría:
Bienaventurado el
hombre que halla la sabiduría, y que obtiene la inteligencia; porque su
ganancia es mejor que la ganancia de la plata, y sus frutos más que el oro
fino... No la dejes y ella te guardará; Amala y te conservará. Sabiduría ante
todo; adquiere sabiduría; sobre todas tus posesiones adquiere inteligencia.
“Engrandécela, y ella te engrandecerá. Ella te
honrará cuando tú la hayas abrazado. Adorno de gracia dará a tu cabeza; corona
de hermosura te entregará” (Proverbios. 3-4).
El régimen de la alegría
El régimen de la
alegría es del todo o nada: sólo hay alegría total o no hay ninguna alegría.
Clément Rosset
Si se acepta
que nadie es imprescindible y la única verdad consiste en saber que estamos
condenados a repetirnos generación tras generación será fácil convertir la vida
en una tragedia o reírse de ella, vivir el instante como lo único real y
digno de atención, tratando de buscar grandeza en lo banal, en lo
cotidiano:
Hay algunos que
creen que la estampa deslumbrante de los fuertes y los sabios perdura más que
la de los humildes y desgraciados... Basta con que mires el firmamento, para
que el horizonte despierte en ti la certeza de la futilidad de aquellos que se
creen eternos revelándote su tonta pedantería... Cada hombre sobresaliente es
la imagen renovada de otro ya muerto y las acciones sorprendentes de algunos
sólo son el recuerdo de las valientes y bellas empresas de nuestros ancestros (Serrano.
2003: 175).
Tampoco hay nada
nuevo que se pueda decir para comprender o explicar el mundo o la realidad:
Hay verdades que
son eternas; lo que cambia, a mi entender, es el momento en que se plantean y
la manera como se plantean. La primera consecuencia de ello es la de volver a
lo que quizá sea la primera virtud intelectual, o por lo menos aquello que en sus
comienzos era el trasfondo del pensamiento filosófico: la prudencia. La
prudencia contra la arrogancia, contra el orgullo, contra la pretensión, contra
la paranoia que puede verse como una de las características intelectuales
de hoy. La prudencia siempre ha estado orgánicamente anclada sobre la vida
cotidiana, sobre la vida banal. De ahí la necesidad, a veces, de volver a lo
banal (Maffessoli. 1993: 21).
Así como es más
razonable evitar el dolor que buscar la felicidad, tiene más sentido
desear la alegría que cultivar la tristeza. La alegría resulta de la plenitud y
la tristeza de la carencia, se trata de estados de ánimo motivados uno
por exceso de presencia y el otro por ausencia total de algo que no se
sabe explicar. Aunque ninguno de los dos estados de ánimo transforma la
realidad, es más peligrosa, seductora y contagiosa la tristeza que la alegría,
y, sin embargo, se supone que el triste es superior, más
inteligente y capaz que el alegre. La risa se condena por ser considerada
como manifestación de estupidez, ignorancia o superficialidad.
A partir de los
planteamientos de Aristóteles en su Problema XXX,1 se ha
enaltecido de manera excesiva el valor del silencio, la soledad y la tristeza
como rasgos propios de los espíritus refinados, seres destinados a
sobresalir como artistas, guerreros o filósofos. Si se observa con
detenimiento la historia del arte o de la filosofía se puede
constatar que la melancolía no es un requisito fundamental para desarrollar una
obra, el proceso espiritual o intelectual no se hace más efectivo si el
artista es triste, en muchas ocasiones la tristeza se halla más
relacionada con frustración, timidez o indignación:
La alegría y la
tristeza son estados de ánimo creados, artificiales, construidos a partir
del deseo de quien experimenta la sensación de tenerlo todo o de estar falto de
algo:
Así como el alegre
es incapaz de decir el motivo de su alegría y expresar la naturaleza de lo que
le colma, el melancólico no sabe precisar el motivo de su tristeza ni la
naturaleza de lo que le falta -salvo que se repita con Baudelaire que su
melancolía carece de contenidos y lo que le falta no figura en el registro de
las cosas existentes... De ahí la diferencia fundamental entre el vacío
romántico y el vacío alegre: el primero fracasa al describir lo que no existe,
el segundo al hacer el recorrido completo de lo que existe. En otras palabras,
la alegría siempre anda relacionada con lo real, mientras que la tristeza se
debate sin cesar, y ahí reside su propia desdicha, en lo irreal (Rosset.
2000: 14).
Baudelaire soñaba
con lo que logró a través de la escritura y por eso es tan vital. Para el
famoso prefacio a Las flores del mal quiso "una mezcla de
misticismo y travesura"; consideraba que "la absoluta franqueza es el
procedimiento más original para un artista"; se propuso "relatar
pomposamente los asuntos más cómicos" y fantaseaba con "una
amplia sonrisa en un hermoso rostro de gigante". Dos cualidades
literarias: "sobrenaturalismo e ironía". Considera que "lo que
existe de embriagador en el mal gusto es el placer aristocrático de disgustar"
y seguramente uno de sus plegarias más frecuentes fue: "Señor y Dios mío,
concédeme la gracia de escribir algunos buenos versos que me prueben a mí mismo
que no soy el último de los hombres, que no soy inferior a aquellos a
quienes desprecio" (Baudelaire. 1995: 20-36).
En una de sus
cartas escribió, refiriéndose a Las flores del mal:
Debo deciros, ya
que no lo habéis adivinado más que los demás, que en ese libro atroz he puesto
todo mi corazón, toda mi ternura, toda mi religión (enmascarada), todo mi
odio, toda mi mala suerte. Verdad es que escribiré lo contrario, que juraré por
todos mis dioses que es un libro de arte puro, de monerías, de malabarismos, y
mentiré como un sacamuelas (Citado por Bataille. 1971: 58).
Sobre la franqueza
como el mejor recurso estético Flaubert también es enfático. "Cualquier
hombre que supiera escribir correctamente crearía un libro soberbio al redactar
sus Memorias, si las expusiera con sinceridad y de manera completa... Lo que
vuelve tan hermosas las figuras de la Antigüedad es que eran originales: ahí
está todo, el sacar de uno mismo" (Flaubert. 1989: 95-190).
También reflexionó,
como Baudelaire, Sobre la relación entre estética, estoicismo y misticismo,
siempre en función de un mejor ejercicio como artista:
No presumo de ir
hacia un falso ideal de estoicismo, pero evito las ocasiones de sufrimiento y
las atracciones peligrosas de las que ya no se vuelve... No he podido llegar al
estoicismo, al que nada afecta, y que no se rebela más ante la estupidez
que ante el crimen; pero he conseguido librarme completamente de todo cuanto
puede mostrarme la estupidez humana... Me oriento hacia una especie de
misticismo estético (si ambas palabras pueden ir juntas), y querría que fuese
más fuerte.
Cuando ningún estímulo nos viene de los demás, cuando el mundo
exterior nos asquea, nos vuelve lánguidos, nos corrompe y nos embrutece, las
personas honradas y delicadas se ven forzadas a buscar en sí mismas, en algún
lugar, un sitio más limpio para vivir (Flaubert. 1989).