Individuos y sociedades sufren cuando
falla el attachment, es decir, las
relaciones con las figuras e instituciones de referencia. Ya hace una década
notamos que la sintomatología de los pacientes que sufrían abuso emocional era
similar a los que encontramos como desórdenes grupales en el comportamiento de
las personas en el contexto de la sociedad que integran. De allí derivó el
nombre de abuso emocional social (Terceras Jornadas de Abuso Emocional y Abuso
Emocional Social, Fundación Familia y Comunidad, Buenos Aires, 2002).
La psiquiatra británica Danya Glaser ha
definido el abuso emocional como el resultado del maltrato psicológico
consistente en acciones u omisiones que, según los parámetros de la comunidad,
deben ser considerados como psicológicamente dañinos. Este abuso, a diferencia
del físico y del sexual, para ser considerado como tal debe tener un desarrollo
temporal y no constituirse en un acontecimiento aislado o de repetición
esporádica. También se diferencia porque generalmente el abusador no es
consciente de su conducta abusiva.
Hay una larga lista de conductas
emocionalmente abusivas, tales como actos de rechazo y estigmatización, de
aislamiento, de terror, de exigencias desmesuradas o por el contrario, de “no
esperar nada” de esa persona, de sobreprotección o el opuesto, de exponer al
otro a experiencias inapropiadas. Dejamos para el final lo que podría ser la
forma más sutil y quizás la más destructiva que es la de ignorar al otro como
tal, al no tener ninguna disponibilidad emocional para el mismo, al usarlo para
fines emocionales propios, la desatención, el abandono. En resumen, lo que
hoy en día acertadamente se llama el “ninguneo”.
El abuso emocional produce síntomas:
retraso en el crecimiento, inclusive el físico, aumento de la agresividad hétero o auto dirigida, retraimiento,
pérdida de la capacidad de solidaridad, depresión con pérdida de la
anticipación positiva, aumento del temor hasta puntos de paranoia, conductas
desorganizadas y antisociales, a veces en forma de retraimiento y aislamiento
marcado. Estos síntomas no sonarán ajenos a lo que percibimos en el cuerpo
social actual.
Para continuar este hilo tendremos que
recalar en un concepto crucial: la teoría del attachment, cuya paternidad pertenece al
psicoanalista inglés John Bowlby. La palabra no es de fácil traducción si
queremos ser fieles a su concepto y por ello optamos con conservarlo así
(erróneamente se lo ha llamado “teoría del apego”).
El attachment es de origen biológico y
evolutivo y se relaciona con conductas instintivas y sistemas de control.
Incluye componentes conductuales, sociales emocionales y cognitivos y es una de
las propiedades de relación entre un individuo más débil que espera protección
de parte de otro más experimentado y con mayores recursos. En esta díada, ambos
componentes establecen comportamientos que mantienen la situación de attachment.
ara entender su idea, Bowlby nos invita
a observar una pradera: veremos la vaca con su ternero, ovejas con el cordero,
y yeguas con el potrillo (o parejas de teros con el terito). ¿Por qué están
juntos de esa manera? ¿Para conseguir comida? A poco de observar
vemos que en ese sentido se las arreglan muy bien. También observaremos que si
la distancia entre madre (figura de seguridad y cuidado) y la cría se hace
muy grande, ambos volverán a acercarse con tranquilidad o, si ha habido
alguna alarma, a todo galope. Es decir que podemos describir dos funciones:
regular la distancia manteniendo la proximidad y otra función de especificidad,
que hace que se distinga la especie a la que cada uno pertenece y también
cuáles son la madre y la cría.
En el ser humano el attachment también existe, por cierto, pero
tiene, además, la característica de durar toda la vida y en este sistema, a
diferencia del animal, se instalan vínculos afectivos que pueden ser muy
poderosos y duraderos. A medida que avanza la maduración, la figura de
seguridad inicial en el attachemnt es remplazado
por otras y finalmente, en la adultez, las figuras son remplazadas por las
instituciones de la comunidad a la que el individuo pertenece (el equipo de
trabajo, la universidad, el club, el grupo religioso o el político).
En las situaciones de grave peligro,
estas instituciones, las bases de seguridad, son convocadas no como
abstracciones sino en la persona real y concreta de quien las dirige y está a
cargo de la seguridad, de su supervivencia (un soberano, un presidente, de
carne y hueso en la instancia última).
Cuando el attachment es inseguro o falla por completo,
aparecen unas fases muy claras de reacción. Es muy notorio en los niños. La
inicial es la de la protesta: hay desasosiego; el bebé quiere recuperar a su
madre mediante gritos, llantos, arrojándose al piso y rechazando a quien se le
quiera acercar. Todo el proceso tiene que ver con la espera del “regreso”. Luego
le sigue el de la “desesperación”. La actividad física disminuye, no pide nada
a los que lo rodean, y la actitud es de duelo profundo.
Finalmente, en la tercera etapa aparece
un detachment: el niño acepta
todo y a todos y si la madre reaparece, reaccionará como si no la conociera.
En esta breve síntesis de un tema de
enorme complejidad, no podemos de dejar, al menos, de reconocer lo que le
sucede al cuerpo social cuando falla el attachment. La falla
principal, salvo los casos de pérdidas irreparables por muerte, se produce, por
ejemplo, por serias deficiencias en el cumplimiento de quien está en el lugar
de la figura del attachment –base que
garantiza la seguridad, desde la que se puede partir para explorar la vida
teniendo a donde volver cuando sea necesario (de adultos, las instituciones con
sus líderes bien concretos en casos de emergencia)–.
La falla principal es, como entendemos
nos pasa hoy y aquí, la ausencia, el abandono, el ninguneo. Ahí brota la
protesta: ¡Qué se vayan todos!, seguido por la fase
de desesperación y dolor: “No hay salida”; y culminando por el “voto al que
sea, son todos iguales”, y yo mientras tanto, “hago la mía como ellos hacen la
suya”.
Se instala la “anomia” (Durheim y entre
nosotros, J.E. Miguens), esto es, la ausencia de normas, el vacío de
solidaridad. Si no hay una ley que me proteja y me haga respetar, para qué
habría de protegerla y respetarla si no rige ni sirve. El narcisismo patológico
de tantos dirigentes hará patente el abandono en que se encuentra el sistema de attachment.
Y si todo da lo mismo, las normas de
seguridad para mí y para los otros también darán lo mismo. El sistema biológico
de supervivencia está en jaque. Los “accidentes” que últimamente nos acongojan,
preocupan y hasta sublevan, son un síntoma. Como aquél que nos traería un
paciente que viene a vernos lastimado una y otra vez “por raras casualidades
del destino”(o de los archienemigos) en su contra: trataríamos de hacerle
entender qué nos está hablando de lo que profundamente en él está perturbado y
de la necesidad imprescindible de un cambio completo en el diseño y objetivos
de su vida.
En este sentido, las repetidas
tragedias motivadas por lo que llamamos “accidentes” nos dan una oportunidad de
entender que cuando los que dirigen no se nos dirigen, el atentado que producen
es contra la raíz biológica misma del ser viviente, esto es, de nosotros y de
ellos mismos. El resultado seguirá siendo destrucción y muerte.
Mientras tanto, impera y se impone la desesperación
seguida por una enorme, frígida distancia en la cual nadie tiene que ver
con ninguno: he aquí, en esto, al accidente madre de todos los accidentes.