Odio a los indiferentes. Creo que vivir quiere decir tomar partido.
Quien verdaderamente vive,
La indiferencia es el peso muerto de la historia. La indiferencia opera
potentemente en la historia. Opera pasivamente, pero opera. Es la fatalidad;
aquello con que no se puede contar. Tuerce programas, y arruina los planes
mejor concebidos. Es la materia bruta desbaratadora de la inteligencia. Lo que
sucede, el mal que se abate sobre todos, acontece porque la masa de los hombres
abdica de su voluntad, permite la promulgación de leyes, que sólo la revuelta
podrá derogar; consiente el acceso al poder de hombres, que sólo un
amotinamiento conseguirá luego derrocar. La masa ignora por despreocupación; y
entonces parece cosa de la fatalidad que todo y a todos atropella: al que
consiente, lo mismo que al que disiente, al que sabía, lo mismo que al que no
sabía, al activo, lo mismo que al indiferente.
Algunos lloriquean piadosamente, otros blasfeman obscenamente, pero
nadie o muy pocos se preguntan: ¿si hubiera tratado de hacer valer mi voluntad,
habría pasado lo que ha pasado?
Odio a los indiferentes también por esto: porque me fastidia su
lloriqueo de eternos inocentes. Pido cuentas a cada uno de ellos: cómo han
acometido la tarea que la vida les ha puesto y les pone diariamente, qué han
hecho, y especialmente, qué no han hecho. Y me siento en el derecho de ser
inexorable y en la obligación de no derrochar mi piedad, de no compartir con
ellos mis lágrimas.
Soy partidista, estoy vivo, siento ya en la conciencia de los de mi
parte el pulso de la actividad de la ciudad futura que los de mi parte están
construyendo. Y en ella, la cadena social no gravita sobre unos pocos; nada de
cuanto en ella sucede es por acaso, ni producto de la fatalidad, sino obra
inteligente de los ciudadanos.
Nadie en ella está mirando desde la ventana el sacrificio y la sangría
de los pocos. Vivo, soy partidista. Por eso odio a quien no toma partido, odio
a los indiferentes.