La tentación de lo irreal es constante, y constante ha de ser la lucha
contra ella.
De lo contrario, a la hora de decidir qué hay que hacer, no nos
enfrentaremos con valentía a la realidad de las cosas para calibrar su
verdadera conveniencia, sino que caeremos en algún género de escapismo,
de huida de la realidad o de nosotros mismos.
El escapista busca vías de escape frente a los problemas. No los
resuelve, se evade. En el fondo, teme a la realidad. Y si el problema no
desaparece, será él quien desaparezca.
El autoengaño puede presentarse en formas muy variadas. Hay
personas, por ejemplo, que caen en él porque necesitan continuas
manifestaciones de elogio y aprobación. Su sensibilidad al halago, al
continuo "tiene usted razón" sin tenerla, hace desplegar a su
alrededor servilismos capaces de idiotizar a cualquiera.
Son personas difíciles de desengañar, pues exigen que se les siga la
corriente, que se mienta con ellos, y acaban por enredar a los demás en sus
propias mentiras.
Son presa fácil de los aduladores, que los manejan a su antojo, y aunque
a veces adviertan que se trata de una farsa, no suele bastarles para salir de
ella.
La verdad, y en especial la verdad moral, no debe acogerse como una
limitación arbitraria al obrar libre de las personas, sino, por el contrario,
como una luz liberadora que permite dar una buena orientación a las propias
decisiones.
Acoger la verdad lleva al hombre a su desarrollo más pleno.
En cambio, eludir la verdad o negarse a aceptarla, hace que uno se
inflija un daño a sí mismo, y casi siempre también a los demás. La verdad es
nuestro mejor y más sabio amigo, siempre dispuesto y deseoso de acudir en
nuestra ayuda.
Es cierto que a veces la verdad no se manifiesta de forma clara, pero
hemos de esforzarnos para que no resulte que esa falta de claridad sólo se da
en nuestro pensamiento, al que aún no hemos impulsado lo necesario en búsqueda
de la verdad.
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