“En toda Europa existe la impresión de que hay
demasiados libros, al revés que en el Renacimiento. ¡El libro ha dejado de ser
una ilusión y es sentido como una carga! El mismo hombre de ciencia advierte
que una de las grandes dificultades de su trabajo está en orientarse en la
bibliografía de su tema”, afirmaba de manera premonitoria Ortega y
Gasset en la Misión del bibliotecario (1935).
En los últimos 80 años, esta impresión no ha hecho
más que acrecentarse. Hoy, cualquier intento de estar al día de la bibliografía
relevante en un área es una tarea inabarcable. Ni siquiera es posible
recurriendo al gran invento de nuestra modernidad: la hiperespecialización.
Hace tiempo que el conocimiento no cabe en nuestros
anaqueles, que se ha desbordado y no lo podemos contener ni en bibliotecas, ni
en academias, ni en museos. Que no es posible encerrarlo tampoco en las aulas,
ni dominarlo en los laboratorios.
El aumento exponencial de la producción de libros,
informes y artículos ha convertido a la gestión de la información y el
conocimiento en una de las competencias críticas para el futuro personal y
profesional de cualquiera. Nos ha convertido a todos, en cierta manera, en
bibliotecarios. Todos somos improvisados lectores para otros.
Nuestra modernidad se sustentó en un relato
específico de cómo y dónde se producía y difundía el conocimiento. Un relato
basado en el orden y la clasificación. Una historia de éxito soportada en los
pilares de la especialización, la reducción, la simplificación y los
protocolos. Un relato, en definitiva, el de nuestra modernidad, que tuvo que
ignorar la complejidad para ser eficiente. Y que al hacerlo dejó de lado otros
relatos posibles, otros actores, otros lugares, otras tradiciones y otras
maneras de ver y hacer.
Un modelo económico y un sistema educativo, basados
en generar y gestionar la escasez. Esto ya no es así. El conocimiento
es abundante. El mundo es complejo. Las soluciones son híbridas.
Siempre supimos que los espacios encarnaban
las ideas y que las ideas daban forma a los espacios. Siempre
supimos que cada espacio encerraba una lógica determinada. Que Villanueva
diseñó el actual Museo del Prado no para albergar una colección de arte sino
para ser una Academia, un Gabinete y un Laboratorio y que responder a ese
triple uso determinó su arquitectura, sus diferentes accesos, salas y
corredores.
De la misma manera, las escuelas con sus aulas
separadas y preparadas para que los profesores impartan sus materias de manera
sucesiva e independiente son en gran medida un producto de la tecnología del
libro.
Como las páginas de un libro, “todo está
organizado para escuchar, porque estudiar simplemente las lecciones de un libro
no es más que otra manera de escuchar, marca la dependencia de un espíritu
respecto a otro“, se quejaba John Dewey en 1905 ante la
disposición normal de las aulas que no permitían el tipo de pedagogía activa
que él propugnaba.
Esto sigue siendo verdad. Las ideas determinan
los espacios, las tecnologías marcan los procesos, las metodologías, por su
parte, condicionan tanto los espacios como las tecnologías. Pensar en la
gestión del conocimiento es pensar en los lugares donde se produce.
Internet no ha hecho más que añadir complejidad a
la relación entre espacios y prácticas. Y al mismo tiempo ha acelerado, como
nadie podía imaginar, la deriva inflacionista de conocimiento que nos señalaba
Ortega.
La transformación digital ha modificado
profundamente todos los aspectos de nuestra vida. Hemos cambiado para
siempre la forma en que nos comunicamos, nos informamos, trabajamos, nos
relacionamos, amamos o protestamos, dice Castells. Un impacto aún
mayor en todo lo que tiene que ver con el conocimiento y el aprendizaje.
Internet es una plaza abierta y es una biblioteca.
Un aula y un laboratorio. Un museo botánico y una selva por explorar. Internet
es nuestra escuela y nuestro lugar de ocio. Es nuestro curriculum
vitae y nuestro puesto de trabajo. Es, en definitiva, un gran archivo de
información, un gigantesco commonplace book.
Un lugar donde los trail blazers que
identificó Vannevar Bush en 1945 bucean en los vastos océanos de la
información, enhebrando un documento con otro, dejando una estela de
significado entre las olas de ruido, contradicción y redundancia. Un lugar
común y compartido, un laboratorio de producción colectiva en al que todos o
casi todos tenemos la posibilidad de acceder para reordenar, modificar y
reelaborar constantemente la información y el conocimiento.
Las instituciones que tradicionalmente tenían la
exclusividad para producir y difundir conocimiento (el laboratorio, la
universidad, la academia, el museo, la empresa o la escuela) se han visto
obligadas a cambiar e incorporar procesos de trabajo y de gestión colaborativos
y permeables a la participación. Internet ha acabado con el sueño de la
modernidad, con el orden y la disciplinariedad. Internet es la infraestructura
de nuestra vida. Es nuestro marco.
Nuestro gran desafío hoy es aprender a elegir.
Nuestro reto más urgente es hacer frente a la incertidumbre del cambio y superar
la parálisis que provoca la abundancia (Barry Schwartz). Más que
respuestas debemos ser capaces de hacernos preguntas. Más que
soluciones cerradas, nuestro tiempo reclama diversidad.
Más que lugares concretos comunidades abiertas y
más que contenidos necesitamos competencias. Más que saber vivir en la solidez
de lo conocido necesitamos manejarnos en la liquidez de lo incierto. “Estamos
tan acostumbrados a que alguien (normalmente ese grupo impreciso llamado
expertos) nos diga siempre lo que debemos hacer o cómo debemos actuar que
cuando no se nos suministra una receta parece que hubiera una omisión flagrante”
(John Abbott: Battling for the Soul of Education).
Este es el reto. Debemos desarrollar nuestro
espíritu crítico.
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