No hay ni existencia inmortal, ni tiempo infinito, ni eternidad y mucho
menos una Paz Perpetua. Acuso el nombre del libro de Kant no para plantear aquí
una exégesis de la obra. Lo que me interesa es el sustantivo de perpetua que
parece divinizar lo que de otra manera, podría llamarse orden. Si bien la paz
es el tiempo de aparente e imaginaria tranquilidad entre una confrontación
violenta y otra, cierto es que también nos referimos por paz a un orden
perenne, un principio de estabilidad que permanece inquebrantable a costa de
disimular las tensiones y disensos propios de las sociedades humanas.
Se establece el orden como un estado ideal, sin embargo cabe cuestionar
si ese “estado ideal” es principio o fin último de la sociedad.
Si es principio, la formación de quienes sostienen la comunidad, ha de
ser desde la escuela resuelta desde valores éticos que regulen las
manifestaciones agresivas entre individuos, apelando a la aceptación de las
diferencias, la creación de una identidad que conlleve a que los infantes
reproduzcan los valores externos dados por generaciones que ven en el acuerdo,
el diálogo y el entendimiento formas propias para perpetuar la paz.
Si por el contrario, la paz se toma como fin, cabe aplicarse una ética
utilitarista en dónde no importan los medios, a quienes haya que sacrificar,
despojar o eliminar. Claro que el principio del utilitarismo “la mayor
felicidad para el mayor número de personas” también habría que saltárselo si se
habla de una democracia donde la mayoría es abstencionista y la minoría que
decide ilegítimamente, es la misma que promueve la famosa frase “no importan
los medios sino el fin”.
Como principio o como fin el orden al que apela la paz es solo aparente.
Al intentar un ordenamiento perpetuo se niega el tiempo y el desarrollo.
El tiempo que desautoriza la perpetuidad y que presenta la finitud de toda
época, el final de todo cambio que implica nuevamente una transformación.
El desarrollo del ser humano como ser humano ha sido agresivo. Nuestra
especie es la más violenta, tanto así que si bien no tenemos muchos
depredadores naturales, tampoco nos hace falta, la autofagia y el canibalismo a
todos los niveles hacen parte de nuestras costumbres.
Un pensador hace un par de siglos escribió “Un pueblo que excluye al tiempo
de su metafísica y diviniza la existencia eterna, abstracta, es decir, aislada
del tiempo, excluye también lógicamente el tiempo de su política y diviniza el
principio de estabilidad contraria al derecho, a la razón y a la historia”.
Quizá cuándo se habla de paz no se habla de política pues esta implica una
confrontación permanente.
Aquí, en los entuertos de este territorio cuando se habla de paz se
habla de orden.
Quizá también por eso cuesta tanto atender a los discursillos que oímos
desde hace más de tres años.
La paz en Colombia es un orden impuesto, no se dialoga ni se negocia los
términos de la paz. De hecho la paz es el resultado de un consenso, de
múltiples partes que no discuten solo sobre un principio o un fin, sino sobre
las maneras más apropiadas para convivir. La paz no es el resultado de una
negociación. se habla de negociaciones en los negocios, lo que afirma que aquí
la mal llamada paz es una empresa que será vendida al mejor postor (y mejor si
su apuesta es en Euros).
Sin embargo las cuestiones económicas que parecen son el principio de una paz como objetivo político, no son en este escrito mi principal interés. Lo relevante es la paz como orden que condena a los extramuros todo el caos, el desorden, las confrontaciones violentas y pacíficas. No sólo me refiero a los extramuros de las urbes, también me refiero a los extramuros de nuestra conciencia.
La cosificación del individuo condenado a ser un agente de paz para no
convivir con el repudio y señalamiento, pretende calar hasta su conciencia. No
se trata de un dualismo entre los extramuros de un exterior y un interior. Lo
que cabe indicar es que el conflicto y el caos quedan relegados y escondidos
tras la fachada de la paz de manera individual y se manifiesta de maneras
colectivas.
Es la persecución de un control social “pro-paz” que no solo repudia
sino que disfraza o niega los brotes de caos, confrontación y desacuerdo como
ha pasado con los paros, las manifestaciones y la beligerancia que asoma en
todas partes.
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