Amor, esa dulce palabra que en la adolescencia lo significa casi todo y que
en esa etapa de nuestra vida convierte a los amigos en las personas con quienes
más tiempo queremos pasar y a quienes confiamos nuestras cuitas, sueños y
desvelos.
Ellos nos ayudan a sonreir, nos suben el ánimo si nos sentimos tristes
y, sin duda, siempre harán de un día aburrido uno mucho más interesante.
Durante la adolescencia todos nuestros amigos son importantes; sin
embargo, siempre habrá ese alguien con quien mejor encajamos, ese que comparte
nuestros mismos gustos y que hasta tiene en mente los mismos proyectos, ese que
camina siempre a nuestro lado y lo sabe casi todo de nuestra vida, ese con el
que apenas tenemos diferencias, el que marcará nuestro camino y será testigo de
cómo se define nuestra personalidad, porque nos ayuda a descubrirnos y resulta
parte imprescindible en el desarrollo de nuestra identidad personal...
También ese que, en un número significativo de ocasiones, de pronto un
día se evapora y desaparece sin que haya existido riña, ofensa o decepción;
simplemente se disipa, va desapareciendo de nuestra cotidianeidad... Y esa
persona con la que un día compartimos los más importantes sucesos de nuestra
vida, que contribuyó a definir una buena parte de nuestro comportamiento, pasa
a un plano secundario.
Alcanzar una amistad sincera no es fácil y conservarla, aún menos. Y es
que, a menudo sin darnos cuenta, nos convertimos en más prácticos, más
desconfiados, menos leales y generosos, y hasta más desagradecidos; y aquello
que de adolescentes llamábamos amistad y tenía tanto valor un día deja de
existir porque lo convertimos en un intercambio de intereses que, además,
tenemos la osadía de comparar con la madurez.
“Si tú me das yo te doy”, “todos los ojos quieren ver” y frases por el
estilo comienzan a transformar nuestra vida en una huida hacia adelante que nos
lleva a cargarnos de decepciones, ignorantes de que tener amigos de verdad es
en realidad una gran defensa para proteger nuestro cuerpo y un garantía para
mantener sano nuestro corazón. ¡Así, tal cual suena!
Los seres humanos desde siempre hemos estado conectados con el hecho de
vivir en comunidad. Al principio de los tiempos, porque “arroparse” unos a
otros era básicamente un modo de sobrevivir; después, porque trabajar en equipo
fue una forma de crecer y prosperar. De este modo empezaron a cobrar
importancia los núcleos sociales, que poco a poco se fueron convirtiendo
primero en comunidades y después en grandes poblaciones.
A día de hoy, la ciencia conoce que tener amigos marca positivamente
muchos momentos de nuestro desarrollo; de hecho, mejora en gran medida nuestra
resistencia psicológica y física y hace que tengamos una mente mucho más aguda
y preparada para superarnos; y, lo más importante, influye notablemente en
nuestra salud, porque no tener conexiones fuertes con otras personas puede
ocasionar diferentes patologías en nuestro organismo, tales como presión
arterial alta, obesidad abdominal o enfermedad cardíaca.
Si vivimos agrupados, de algún modo nos hacemos responsables de los
demás, somos por lo tanto más propensos a cuidarnos y más tendentes a evitar
riesgos innecesarios, ya que nos sentimos importantes para alguien y ese
sentido de pertenencia aumenta los niveles de seguridad y autoestima; por esto
muchas personas que se sienten socialmente aisladas o excluidas suelen
inclinarse por los malos hábitos -tabaquismo, alcoholismo, mala alimentación,
falta de ejercicio...- y sufren de dificultades para dormir.
¡Cuanto mayor sea la escala de soledad mayor es el nivel de agitación
durante las horas de sueño! Y esto ocurre porque nuestro instinto primitivo
hace que descansemos mejor cuando nos sentimos queridos y protegidos, pues sin
importar cuál sea nuestra edad, si estamos rodeados de familiares y/o amigos,
el riesgo de padecer ciertas enfermedades se reducen en un 50 por ciento, ya
que relacionarse con otras personas mejora la sensación de optimismo y
disminuye las probabilidad de sufrir de problemas mentales.
Es más, cuando dejamos de compartir tiempo con familiares y/o amistades
corremos el riesgo de acelerar el deterioro cognitivo que inevitablemente llega
con el envejecimiento; de ahí que muchas personas mayores aisladas suelan tener
mayor probabilidad de desarrollar demencia que aquellas que son socialmente
activas.
Dicho de otro modo, la soledad puede ser un asesino silencioso que
conduce a tener malos hábitos y resulta muy perjudicial para nuestra salud; por
lo tanto, aunque sólo sea por el 'egoísmo' de sentirnos sanos, valoremos
merecidamente lo que supone tener buena relación con nuestros familiares,
amigos, vecinos... No antepongamos incomprensiones, intolerancias, inquinas,...
Intentemos ponernos en el lugar de los demás, no juzguemos sus vidas, preveamos
que sus actos, erróneos o no, tendrán una causa previa; reconozcamos sus
valores sin desmerecerles, sólo porque no encajen conforme a los nuestros...
¡Hagámoslo!
Suena lindo, ¿verdad?, utópico, ¡y hasta ridículo!, dado el grado de
desapego e individualidad al que estamos llegando en nuestras modernas
sociedades, donde la palabra amistad ya suena como 'trasnochada'; donde, lejos
de que los triunfos ajenos causen alegrías, lo que generan son envidias y donde
hay que guardar logros y fracasos a buen recaudo para no correr el riesgo de
convertirse en comidilla, ser fiscalizados e incluso marginados.
¿Quieren un consejo de amigo? Piensen en cómo cultivar la verdadera
amistad en un mundo tan cicatero y mezquino como el nuestro; merecerá la pena y
conseguirlo tendrá mucho mérito; pero antes tendrán que romper esa espiral de
recelos, prejuicios y envidias que se desatan cuando mostramos sin reservas
nuestras ineludibles diferencias.
Y aspiren a ser felices sabiendo que, si hay quien piensa en ustedes con
afecto y respeto, su vida será más interesante, más larga y, sobre todo, mucho
más placentera.
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