Sensaciones y sentidos evocan, de forma enérgica y emotiva, recuerdos de
nuestro pasado. Las emociones liberadas pueden ser positivas (placer y
felicidad) o negativas (miedos y aversiones). El sabor o el gusto de un dulce
desencadenan una respuesta muy intensa que nos devuelve a la infancia; una
balada que creíamos olvidada nos transporta a la adolescencia. Los recuerdos
sensoriales afectan a todos los sentidos. Un sonido, un paisaje o un suave
rozamiento pueden evocarnos experiencias intensas de nuestra historia vivida.
Hace aproximadamente un siglo, el novelista francés Marcel Proust (1871-1922)
describió esas vivencias en su obra A la recherche du temps perdu,
donde relata cómo el olor y sabor de una magdalena devuelven a la infancia al
protagonista, a sus colores, sabores y sentimientos. Es el hilo que le conduce
al pasado. La ciencia se ha interesado también por el «efecto Proust», y
estudia las bases neurológicas de la evocación de recuerdos y su aplicación,
por ejemplo, en el campo de la recuperación de la memoria. Por efecto Proust se
entiende la liberación vívida, emotiva, involuntaria e inducida por los
sentidos de acontecimientos del pasado.
No existe, en neurociencia, la memoria como entidad única, sino que
poseemos varios sistemas interrelacionados de memoria. Hay memoria a corto
plazo y memoria a largo plazo; memoria para los actos automáticos (conducir un
coche) y memoria consciente; memoria para las emociones y memoria para nuestra
historia personal, y muchas más. Cada tipo de memoria sigue su propia
trayectoria en el cerebro. A menudo, esas memorias se entrecruzan. Sucede así,
por ejemplo, cuando escuchamos, mientras conducimos, una vieja canción que nos
resulta entrañable y nos olvidamos de cambiar la marcha.
¿Pueden los estímulos sensoriales despertar recuerdos distintos de los
evocados por las palabras? Medio siglo después del experimento de Nueva York,
David Rubin y sus colegas, de la Universidad Duke, se aprestaron a someter a
prueba experimental varias hipótesis entonces en boga. Los investigadores
presentaron a un grupo de estudiantes quince olores familiares en tres formas:
olores que se ofrecían a la olfacción, imágenes que representaban olores y
textos escritos que describían olores. A los voluntarios se les preguntó cuán
reales les parecían o cuán agradables les resultaban tales estímulos. El
análisis estadístico de las descripciones no reveló diferencias notables entre
las reacciones ante los olores reales, las representaciones o los textos. La
única divergencia estribaba en que los olores reales evocaban con mayor
frecuencia un recuerdo que el sujeto pensaba que había perdido para siempre.
A finales de los años noventa, Simon Chu y John Joseph Downes, de la
Universidad de Liverpool, descubrieron que el efecto Proust no se hallaba
vinculado a una edad determinada. Visitaron a un grupo de ancianos con un
promedio de edad de 70 años e investigaron sus recuerdos olfativos. A los
probandos se les presentaron dos tipos de estímulos: aromas reales y palabras
relacionadas con un aroma; se solicitó de ellos que describieran los recuerdos
promovidos por los estímulos en cuestión. Anotaron el año del recuerdo
evocado.
Los análisis mostraron que la olfacción de olores reales evocaba unos
recuerdos más antiguos que los evocados por las palabras relacionadas con
aromas: los olores despertaban recuerdos que se remontaban a entre los seis y
los diez años de edad de los sujetos, mientras que las palabras retrotraían el
recuerdo de los once a los veinticinco años. Otros investigadores han sostenido
que los recuerdos infantiles emotivos, en particular los traumáticos, son difíciles
de evocar a través de los textos (relatos, diarios), pero pueden despertarse
utilizando claves situacionales, como las percepciones y sensaciones del
entorno.
¿Por qué
perdemos los recuerdos de nuestra infancia? Para la mayoría de los adultos, la
edad de los primeros recuerdos se reseña en torno a los tres años, aunque hay
diferencias muy pronunciadas entre unos individuos y otros. El número de
recuerdos de los siete primeros años es menor de lo que cabría suponer de una
erosión normal, lo que significa que se produce una tasa acelerada de olvido
por lo menos hasta los once años. ¿Difieren de las memorias verbales las
memorias sensoriales? Rachel Herz y su equipo, de la Universidad Brown,
acometieron, a comienzos de los noventa, una serie de experimentos en los que
demostraron que los recuerdos olfativos no eran verbales. Solicitaron a los
voluntarios que oliesen diferentes aromas y describieran los recuerdos que
estos desencadenaban. En un tercio de los casos, los voluntarios se mostraron
incapaces de verbalizar el aroma.
Sensaciones y sentidos evocan, de forma enérgica y emotiva, recuerdos de
nuestro pasado. Las emociones liberadas pueden ser positivas (placer y
felicidad) o negativas (miedos y aversiones). El sabor o el gusto de un dulce
desencadenan una respuesta muy intensa que nos devuelve a la infancia; una
balada que creíamos olvidada nos transporta a la adolescencia. Los recuerdos
sensoriales afectan a todos los sentidos. Un sonido, un paisaje o un suave
rozamiento pueden evocarnos experiencias intensas de nuestra historia vivida.
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