Leyendo a Nietzsche, más concretamente su obra póstuma La
voluntad de poder, en ese canto agónico de un alma a las puertas de
eso que llamamos postmodernidad, se entiende mejor el mal de nuestro tiempo.
Allí donde crece el bienestar, la seguridad material, el confort, la
vida burguesa pautada de un modo férreo por las instituciones y las
obligaciones, donde el trabajo se convierte en una pesada losa, que nos agota y
nos roba el tiempo vital, crece el desencanto del alma, una innegable inquietud
y melancolía.
Ese desencanto del alma tiene su reflejo en una rebeldía del cuerpo y
sus instintos, tan acorde siempre con el alma. Un cuerpo sedentario,
alcoholizado, castigado por un culto al cuerpo desmedido, arrítmico, enfermizo.
Todo ese malestar se refleja en la prensa, en nuestros medios de comunicación,
en los que la mentira se ha asentado ya con un cinismo alarmante, donde la
verdad ha sido destronada y yace en el olvido.
Esa misma inquietud recorre los hogares, los lechos conyugales, las
relaciones de amistad, carcome la conciencia de los amantes pasajeros y
temporales. El hombre contemporáneo se siente mal, inquieto, profundamente
insatisfecho.
Cuando llega a la madurez de la vida quiere cambiar, rehacer el camino.
Busca entonces en las viejas religiones algo olvidado en el camino de la vida,
algo de importancia sin igual, para desalojar a ese huésped inoportuno, que se
ha adueñado de la vida de la humanidad en estos tiempos.
Cuando uno encuentra a alguien profundamente feliz, que sabe lo que
quiere, que está satisfecho y contento con su vida, la gente desconfía, intenta
ver los dobleces, descubrir donde radica la mentira. La felicidad se encuentra
bajo sospecha; la seguridad y la certeza de las vidas nobles es mirada con
terrible suspicacia.
¿Por qué esta inquietud que corroe nuestras vidas actuales? ¿De dónde
nace este malestar de nuestra cultura? ¿A qué se debe este profundo descontento
de nuestra alma y de nuestros cuerpos? A mi modo de ver, se ha perdido la
conexión con las verdaderas raíces de su ser.
Nos hemos convencido con ese espíritu de la angustia y el temor de que
somos malos y perversos, de que nada bueno puede salir de nuestras manos. El
hombre actual ha perdido su fe en el bien, en la bondad del hombre, en el
radical convencimiento de que el hombre apetece más el reino de la bondad, la
dádiva del dar gratuitamente, de saberse amado incondicionalmente, de gozar de
una amistad sana y sincera, de ese mirar orgulloso del que goza en el bien y
que no teme el sufrimiento, que no hace gala del dolor y la desesperación, sino
que sufre estoicamente, con ánimo confiado y gesto sincero.
Curiosamente cuando el hombre ha dejado de creer en Dios, ha dejado de
creer en sí mismo, en su capacidad de bien y de bondad. Este, y no otro, es el
mal de nuestro tiempo
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