Decía Víctor Hugo que la melancolía es la felicidad de estar
triste. También Stendhal era de la opinión de que aquellos que se
dedicaban a la escritura, la pintura o la poesía eran gentes propensas a la
melancolía. Como vemos este estado emocional se ha relacionado desde siempre
con ese impulso natural que conecta al ser humano con la creatividad. Con ese
lado más virtuoso y profundo de nuestro ser que usa en beneficio propio la
tristeza.
“La melancolía es una neblina cargada de tristeza que todo lo cubre”.
-H.G. Longfellow-
Sin melancolía se acaba la tinta solían pensar los románticos de aquella
época.
Sin embargo, lo que olvidaron nuestros artistas de estas épocas es
que los griegos acuñaron este término para diagnosticar lo que hoy
conocemos como depresión.
Fue Hipócrates quien sugirió que la melancolía era un exceso de bilis
negra, la cual mediaba para que la persona se sintiera desanimada, asustada,
triste, etc.
Más tarde, Sigmund Freud fue quien empezó a profundizar en
esta idea para darle una auténtica base clínica. La melancolía, por tanto, no
es mera tristeza, no al menos ese estado catalizador capaz de hacer emerger
nuestras musas.
La melancolía es como esa metáfora cinematográfica que nos trajo Lars
Von Trier en su conocida película. Un planeta llamado depresión que, de un
momento a otro, puede chocar con nosotros para destruirlo todo.
Todos somos susceptibles de experimentar tristeza en un momento dado. De
percibir ese vacío donde acude la nostalgia, donde se introducen los recuerdos
del ayer que nos hacen ver el presente con un halo de pesadumbre. Ahora bien,
generalmente estos estados son puntuales y limitados en el tiempo. Es más, los
psicólogos nos recuerdan que aunque la tristeza tenga a menudo un
efecto de halo (todo parece cubrirlo) suele permitir espacio para otros
afectos, pensamientos y motivaciones.
Ahora bien, cuando la melancolía se instala en nuestras vidas, no deja
rincón alguno para nada más. La persona deja de experimentar placer,
curiosidad, interés… Es más, Silber, Rey, Savard y Post (1980) definen el
estado melancólico como “inaccesibilidad afectiva”. Es decir, la persona
presenta una clara imposibilidad para experimentar cualquier tipo de afecto,
incluida la tristeza.
Lo que hay en realidad es una completa alteración de la emocionalidad.
Por otro lado, cabe señalar algo aún no menos importante. En la
nueva edición del DSM-V (Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos
mentales) la melancolía aparece descrita como un subtipo de depresión
mayor.
Hay quien no está de acuerdo con esta clasificación y prefiere verla
como un desorden afectivo identificable y separable de esta. Sea como sea,
debemos tener claro que estamos ante un trastorno depresivo con una
serie de características bastante claras.
La principal característica de la persona con melancolía es la
incapacidad para experimentar afectos. No hay disfrute, no hay interés, no
hay tampoco esa emocionalidad asociada a la tristeza donde puedan producirse
las lágrimas o la expresión del malestar. La melancolía es quietud,
es vacío y un anhelo permanente de algo que la persona no puede definir.
Asimismo, también se evidencia retardo psicomotor, dificultad para
pensar, agotamiento físico y mental permanente.
Otra característica común es la incapacidad para explicar su estado,
para conectar con su realidad interna y poder comunicar con palabras qué le
ocurre, qué siente.
Por último, un hecho que suele diferenciar a la depresión
melancólica de otras depresiones es la incapacidad para pensar. En otros
trastornos depresivos los pacientes experimentan un gran número de pensamientos
nerviosos, obsesivos y desgastantes donde no faltan sin duda las ideas suicidas.
En la melancolía esto último no sucede.
En palabras del psicólogo Giovanni Stanghellini, “si la
depresión mayor es un naufragio con espectador, la melancolía se asemeja a un
naufragio sin espectador”. Es decir, mientras el depresivo suele
buscar un significado a su depresión, la persona melancólica está confinada en
sí misma y no ve ni siente nada.
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