Pese a las reticencias y al relativismo de algunos, respecto a las
posibilidades de aprender y enseñar artes, tras las cuales suele esconderse el
mito de la inspiración y del innatismo, las escuelas son como un acelerador de
partículas para quien las sabe aprovechar.
No hay arte sin oficio y no hay oficio sin maestros y maestras, sin unos
referentes y unos modelos en los que basarse, para imitarlos, seguirlos,
oponerse a ellos, igualarlos y superarlos.
No hay oficio sin cultura, entendiendo cultura como cultivo demorado.
No hay oficio sin unas metodologías de trabajo y sin unas técnicas
ligadas a la naturaleza de los materiales compositivos con los que se realiza
la obra de arte. Técnicas de modelado, de trazado, de composición, de manejo...
No hay oficio sin capacidad de estudio y análisis crítico. La capacidad
para diagnosticar qué aspectos funcionan y cuáles no. Formular hipótesis y
soluciones.
Por ejemplo, la consciencia sobre los lugares comunes, para utilizarlos
irónicamente o para huir de ellos, en busca de acciones teatrales innovadoras
que puedan sorprender a la recepción y añadir o profundizar en el sentido. Esto
es algo que requiere una cultura teatral amplia (ir a ver teatro), un
conocimiento de la historia del teatro, un estudio y una práctica supervisada.
En una escuela pública todo esto se debería poder ofrecer de manera
intensa, concentrada, propiciando el conocimiento experiencial (práctico y
teórico), impulsando el pensamiento y la creatividad, como en un acelerador de
partículas.
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