Aman, sufren; creen en algo o deambulan, desconfiados; a veces
protestan, otras concuerdan. Pueden ser justos o réprobos. Pero el eje de su
vida es el consumo. El marketing y la publicidad tienen el ojo puesto en ellos.
En conjunto, gastan y hacen ganar millones. Desde la infancia hasta la vejez se
los escudriña y disecciona; sus hábitos, costumbres, necesidades, son
cuidadosamente registrados y analizados para adecuar la oferta a la demanda. Y
en épocas electorales adquieren relieve fugaz, pues se transforman en el objeto
de deseo de los candidatos. Esos votantes distantes y veleidosos, en su mayoría
de clase media, eligen los gobiernos.
No obstante su importancia, el hombre medio nació apático, como
anestesiado. Al principio no se lo diferenció del hombre masa, a quien Ortega,
entre otros, estigmatizó: "La estupidez es vitalicia y sin poros",
afirmó con ingenio despectivo para referirse al nuevo tipo humano. No era para
menos: desde fines del siglo XIX la elite se sintió asediada por la irrupción
de un individuo que adquiría identidad en la aglomeración, fuerza en el
amontonamiento.
El comunismo, el fascismo, el nacionalismo, condujeron a esos hombres y
mujeres a la plaza pública, dotándolos de consignas y reivindicaciones
amenazantes.
La literatura y el ensayo posteriores a la Primera Guerra Mundial
comenzaron a deslindar al individuo de la masa. Se atemperó la fobia
despectiva: ese sujeto ya no inquietaba más que a sí mismo. El "hombre sin
atributos" de Musil somos nosotros: antihéroes, escasos de originalidad y
vuelo, sometidos al dictamen de un mundo regido por el número. El personaje que
conquistó la realidad y perdió el sueño. A este ser atribulado y gris, Kafka le
adosó la pesadilla trágica: un insecto que se revuelve en laberintos infinitos
sin conocer jamás el motivo de su tormento.
Más cerca de la actualidad, la sociología, la literatura y el arte
norteamericanos de mediados del siglo pasado trazaron un retrato magistral de
la clase media. La cuna del consumo describió a sus criaturas con certeza
insuperable. Una ansiedad difusa, cuyo eco resuena contra la oquedad del
cemento y las sombras de los rascacielos; escaparates de bares que dejan ver a
seres de traje oscuro, acodados en el mostrador, bebiendo alcohol antes de
volver a casa; hoteles anónimos donde se depositan absortos hombres y mujeres
de paso, a medio abrir sus valijas, la mirada opaca, el cuerpo abatido;
transeúntes, luces de neón, oficinas, restaurantes de mala muerte, rutas
perdidas.
Las pinturas de Edward Hopper, las fotos de Robert Frank y otros,
capturan estas escenas. Y Arthur Miller, como pocos, desentraña el talante
emocional que las sostiene. Willy Loman, el protagonista de Muerte
de un viajante, está agotado, al cabo de un recorrido interminable,
estéril. "Me siento tan solo sobre todo cuando el negocio va mal y no hay
nadie con quien hablar", le confiesa a la mujer ocasional que lo distrae
al borde del camino. La promesa de éxito, de ganar amigos para ser feliz y
hacer negocios, es esquiva. El dinero se evapora pagando cuotas; la esperanza
de ser alguien desfallece entre la incertidumbre y la mediocridad.
Por la época que evocamos, en un ensayo considerado ya clásico, titulado La
muchedumbre solitaria , el sociólogo norteamericano David Riesman
propuso una explicación cautivante del proceso histórico cultural que desemboca
en el hombre medio. Es la cara sociológica de la moneda, cuya otra faz iluminan
la literatura y el arte.
Riesman distingue tres tipos de personalidades, según la dinámica
poblacional. Al primero, propio de sociedades de alto potencial de crecimiento
demográfico, lo denomina "carácter dirigido por la tradición"; al
segundo, inherente a sociedades en equilibrio poblacional, lo llama
"carácter autodirigido", y al tercero -el que aquí nos interesa- lo bautiza
"carácter dirigido por los otros", asimilándolo a sociedades de
evolución demográfica declinante.
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