La vulgaridad es el aguafuerte de la mediocridad. En la ostentación de
lo mediocre reside la psicología de lo vulgar; basta insistir en los rasgos
suaves de la acuarela para tener el aguafuerte.
Diríase que es una reminiscencia de antiguos atavismos. Los hombres se
vulgarizan cuando reaparece en su carácter lo que fue mediocridad en las
generaciones ancestrales: los vulgares son mediocres de razas primitivas:
habrían sido perfectamente adaptados en sociedades salvajes, pero carecen de la
domesticación que los confundiría con sus contemporáneos.
Si conserva una dócil aclimatación en su rebaño, el mediocre puede ser
rutinario, honesto y manso, sin ser decididamente vulgar. La vulgaridad es una
acentuación de los estigmas comunes a todo ser gregario; sólo florece cuando
las sociedades se desequilibran en desfavor del idealismo. Es el renunciamiento
al pudor de lo innoble. Ningún ajetreo original la conmueve. Desdeña el verbo altivo
y los romanticismos comprometedores. Su mueca es fofa, su palabra muda, su
mirar opaco. Ignora el perfume de la flor, la inquietud de las estrellas, la
gracia de la sonrisa, el rumor de las alas.
La vulgaridad es el blasón nobiliario de los
hombres ensoberbecidos de su mediocridad; la custodian como al tesoro el avaro.
Ponen su mayor jactancia en exhibirla, sin sospechar que es su afrenta. Estalla
inoportuna en la palabra o en el gesto, rompe en un solo segundo el encanto
preparado en muchas horas, aplasta bajo su zarpa toda eclosión luminosa del
espíritu. Incolora, sorda, ciega, insensible, nos rodea nos acecha; deleitase
en lo grotesco, vive en lo turbio, se agita en las tinieblas.
Los hay en todas partes y siempre que ocurre un
recrudecimiento de la mediocridad: entre la púrpura lo mismo que entre la
escoria, en la avenida y en el suburbio, en los parlamentos y en las cárceles,
en las universidades y en los pesebres. En ciertos momentos osan llamar ideales
a sus apetitos, como si la urgencia de satisfacciones inmediatas pudiera
confundirse con el afán de perfecciones infinitas. Los apetitos se hartan; los
ideales nunca.
El hombre sin ideales hace del arte un oficio, de
la ciencia un comercio, de la filosofía un instrumento, de la virtud una empresa,
de la caridad una fiesta, del placer un sensualismo. La vulgaridad transforma
el amor de la vida en pusilanimidad, la prudencia en cobardía, el orgullo en
vanidad, el respeto en servilismo. Lleva a la ostentación. a la avaricia, a la
falsedad, a la avidez, a la simulación; detrás del hombre mediocre asoma el
antepasado salvaje que conspira en su interior acosado por el hambre de
atávicos instintos y sin otra aspiración que el hartazgo.
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