“Sísifo fue un personaje de la mitología griega que fundó el reino de Corinto.
Era tan astuto que había conseguido engañar a los dioses. Ambicionaba el dinero
y para conseguirlo recurría a cualquier forma de engaño. También se dice de él,
que fomentó la navegación y el comercio.
La leyenda cuenta que Sísifo fue testigo del secuestro de Egina, una ninfa, por
parte del dios Zeus. Decide guardar silencio frente al hecho, hasta que su
padre, Asopo, dios de los ríos, llega a Corinto preguntando por ella. Es cuando
Sísifo encuentra su oportunidad para proponerle un intercambio: el secreto, a
cambio de una fuente de agua dulce para Corinto. Asopo acepta.”
Este es un mito clásico, que podría decirse que fue intensa y
ampliamente reflexionado en el fuero interno de muchos intelectuales
progresistas y no progresistas, pero sobre todo en los ámbitos de la izquierda
de nuestra cultura occidental, desde la segunda Guerra Mundial hasta los años
ochenta del pasado Siglo.
Este mito fue el del transgresor Sísifo, con el que
Albert Camus nos recordó -en su bello y persuasivo texto “El
mito de Sísifo” (1942,
en su primera edición francesa)- que la “humanidad” del
colectivo humano es un valor que hay que considerar por encima de los criterios
ideológicos y de la voluntad de “idear mundos personales o colectivos” que motiva a un escritor o
pensador, artista o político (rara avis, si encontramos uno de éstos ideando un
mundo que no sea el que le rente, en lo personal, o satisfaga sus ambiciones).
Pero aún recuerdo mi contento y complacencia al leer el
texto de Albert Camus y descubrir en aquellas páginas cómo Sísifo tomaba
conciencia del momento en que, situado en la cima de la montaña, dejaba rodar
la piedra ladera abajo, sintiéndose feliz (si bien, no libre, en esos instantes
de deshago físico y mental: “Uno debe imaginar feliz a Sísifo”,
escribe Camus) al contemplar (o imaginar, ya que era ciego, según algunos
autores) la hermosura del paisaje en ese intervalo, en el que su degradado
destino le daba el tiempo para respirar liberado, momentáneamente, de la roca,
y descender, acto seguido, por la pendiente, sintiéndose acaso superior a los
dioses mismos que lo habían castigado.
Fue una extraordinaria revelación, cuya
impresión aún hoy me acompaña, dejando en mi mente de universitario, entonces,
una idea que fue madurando y adecuándose a mi proceso de formación intelectual.
Que el texto de Camus caló, sobre todo en los jóvenes universitarios de la
década de los setenta, lo probaba cómo nos pasábamos el libro manoseado que
publicó la argentina editorial Losada para regocijo, y posterior debate, de
quienes estábamos interesados en la transformación del ser humano y del sistema
ideológico y brutalmente represivo en el que nos hallábamos aprisionados por
aquellos años.
Hoy me sirve de referencia esa experiencia intelectual de
juventud para testimoniar cómo hemos creado conceptos, nociones e ideas, de
acuerdo con los hechos vividos, personales y colectivos de un país, traducidos
en cultura y conocimiento, pasados siempre por el tamiz de nuestras
experiencias personales y nuestra capacidad de interpretarlos y acomodarlos en
el interior de nuestra mente (“fondo de armario”, integrado por
todo el bagaje de experiencias y de conocimiento acumulado), que
determinará nuestra formación intelectual y la explicación que les
concedamos a nuestras experiencias. Y sobre todo, me mueve a reflexionar, una
vez más, acerca de la “condición humana”, un enigma todavía para
científicos y pensadores de las ciencias humanas y sociales.
Hugo W Arostegui