viernes, 2 de junio de 2017

Rememorando a Sísifo


Sísifo fue un personaje de la mitología griega que fundó el reino de Corinto. Era tan astuto que había conseguido engañar a los dioses. Ambicionaba el dinero y para conseguirlo recurría a cualquier forma de engaño. También se dice de él, que fomentó la navegación y el comercio.

La leyenda cuenta que Sísifo fue testigo del secuestro de Egina, una ninfa, por parte del dios Zeus. Decide guardar silencio frente al hecho, hasta que su padre, Asopo, dios de los ríos, llega a Corinto preguntando por ella. Es cuando Sísifo encuentra su oportunidad para proponerle un intercambio: el secreto, a cambio de una fuente de agua dulce para Corinto. Asopo acepta.”

Este es un mito clásico, que podría decirse que fue intensa y ampliamente reflexionado en el fuero interno de muchos intelectuales progresistas y no progresistas, pero sobre todo en los ámbitos de la izquierda de nuestra cultura occidental, desde la segunda Guerra Mundial hasta los años ochenta del pasado Siglo.

Este mito fue el del transgresor  Sísifo, con el que Albert Camus nos recordó -en su bello y persuasivo texto “El mito de Sísifo” (1942, en su primera edición francesa)- que la “humanidad” del colectivo humano es un valor que hay que considerar por encima de los criterios ideológicos y de la voluntad de “idear mundos personales o colectivos” que motiva a un escritor o pensador, artista o político (rara avis, si encontramos uno de éstos ideando un mundo que no sea el que le rente, en lo personal, o satisfaga sus ambiciones).


Pero aún recuerdo mi contento y complacencia al leer el texto de Albert Camus y descubrir en aquellas páginas cómo Sísifo tomaba conciencia del momento en que, situado en la cima de la montaña, dejaba rodar la piedra ladera abajo, sintiéndose feliz (si bien, no libre, en esos instantes de deshago físico y mental: “Uno debe imaginar feliz a Sísifo”, escribe Camus) al contemplar (o imaginar, ya que era ciego, según algunos autores) la hermosura del paisaje en ese intervalo, en el que su degradado destino le daba el tiempo para respirar liberado, momentáneamente, de la roca, y descender, acto seguido, por la pendiente, sintiéndose acaso superior a los dioses mismos que lo habían castigado. 

Fue una extraordinaria revelación, cuya impresión aún hoy me acompaña, dejando en mi mente de universitario, entonces, una idea que fue madurando y adecuándose a mi proceso de formación intelectual. Que el texto de Camus caló, sobre todo en los jóvenes universitarios de la década de los setenta, lo probaba cómo nos pasábamos el libro manoseado que publicó la argentina editorial Losada para regocijo, y posterior debate, de quienes estábamos interesados en la transformación del ser humano y del sistema ideológico y brutalmente represivo en el que nos hallábamos aprisionados por aquellos años. 

Hoy me sirve de referencia esa experiencia intelectual de juventud para testimoniar cómo hemos creado conceptos, nociones e ideas, de acuerdo con los hechos vividos, personales y colectivos de un país, traducidos en cultura y conocimiento, pasados siempre por el tamiz de nuestras experiencias personales y nuestra capacidad de interpretarlos y acomodarlos en el interior de nuestra mente (“fondo de armario”, integrado por todo el bagaje de experiencias y de conocimiento acumulado), que determinará  nuestra formación intelectual y la explicación que les concedamos a nuestras experiencias. Y sobre todo, me mueve a reflexionar, una vez más, acerca de la “condición humana”, un enigma todavía para científicos y pensadores de las ciencias humanas y sociales.

Hugo W Arostegui

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