Hay momentos y días en que las diferencias sociales, culturales o
religiosas nos parecen, de una vez por todas, prescritas e insalvables. En esos
momentos solemos resaltar las dramáticas diferencias existentes entre nuestra
cultura, nuestros valores y nuestros ideales, y las culturas ajenas; cuando
éstas intentan, por ejemplo, legitimar ciertas medidas punitivas humillantes o
letales basándose en motivos religiosos.
Sin embargo, en
cuanto reconocemos ese mismo potencial destructivo en la historia de nuestra
civilización y recordamos nuestras capacidades autorreflexivas y autocríticas,
se incrementa de nuevo en nosotros el anhelo de diálogo. ¿Cómo podemos entender
lo que nos ha impulsado a nosotros y a los Otros a adoptar determinadas maneras
de pensar y de actuar? El hecho mismo de que existan diferencias entre nosotros
y que nos consideremos mutuamente seres curiosos, e incluso extraños, ¿no es
acaso, en el fondo, más elemental, si se quiere: más natural que lo que nos
une?
Resulta mucho más
obvio, por tanto, partir de la experiencia de la diferencia en nuestra vida
personal, comunitaria y social y restarle un poco de esa mácula que se le
atribuye. ¿Acaso la diferencia –y con ella todo lo ajeno– no nos resulta más
próxima y familiar de lo que creemos habitualmente?
No podemos dejar de
ver lo que nos es familiar, en un principio, como lo propio. Lo que no se
corresponde con eso, es lo ajeno o extraño, lo lejano, lo poco familiar, y muy
pronto pasamos a decir que es lo inquietante. El extraño es la encarnación de
todo lo que nos provoca miedo. Sobre el extraño, cualquiera, en la propia
sociedad, puede proyectar lo que él mismo no quiere percibir y que constituyen
esos lados sombríos que habitan en la propia persona, sobre todo ese carácter
impredecible tan propio de la naturaleza humana. Al extraño le atribuimos todo
ese recelo latente en nosotros y que sentimos hacia nosotros mismos.
Necesitamos al extraño para sentirnos seres normales, correctos y fiables.
En este punto, el
artista se separa con toda decisión de la generalidad. Porque él se experimenta
a sí mismo como ser creativo no en el rechazo, sino en la tarea de hacer
presente lo que se manifiesta como extraño. Cualquier visita a un museo nos lo
demuestra: el arte despliega una buena parte de su fuerza creadora de formas
precisamente al impregnarse de eso que a nosotros nos parece propio y de
aquello que nos parece ajeno.
En el ámbito de las
artes plásticas, la más interesante impregnación de formas y visiones europeas
y no europeas se produjo en los años posteriores a 1905. El arte europeo –lo
mismo tratándose de Picasso, de Klee, de Brancusi o de Georges Braque–, no
hubiera podido renovarse en el siglo XX por sí mismo. Y por ello se empapó de
los néctares ajenos y la visionaria fuerza imaginativa que se expresa, por
ejemplo, en la escultura primitiva. Ese arte presintió la fuerza que encarnaba
la llamada escultura negra y extrapoló esa fuerza al propio proceso productivo.
Con ello, procedió según un principio que supo apropiarse de algo y, al mismo
tiempo, ser creativo.
Con el
descubrimiento, sobre todo, que hicieron Picasso y los fovistas de las máscaras
africanas y las procedentes de Oceanía, y la formación de una nueva mirada
plástica por parte de los cubistas, el arte tribal –también conocido como art
nègre– se convirtió en un modelo o Vor-Bild (o sea una
imagen que tenemos delante y que se copia), una especie de “afinidad electiva”
de la modernidad. Mientras que el artista, en ese encuentro constante consigo
mismo y con lo ajeno, trata abiertamente toda clase de rupturas y pruebas de
dichas rupturas –precisamente ahí se halla en su elemento–, nosotros, los que
vivimos fuera de la práctica artística, vimos casi siempre con la idea de que
deberíamos aspirar a la homogeneidad en todo.
Sin embargo, a
decir verdad, lo no unificado, la diferencia y la heterogeneidad constituyen
también nuestro elemento, un elemento en el que siempre nos encontramos y en el
que normalmente nos sentimos bien. Y esto ocurre a todos los niveles: en los
grupos más pequeños, en las comunidades, y así sucesivamente hasta llegar a las
grandes formas sociales, todos están marcados por modos de comportamiento
extremadamente divergentes, por actitudes, posiciones, rituales, juicios y
prejuicios que difieren mucho entre sí; y mucho más patente se hace esto en el
caso de esas grandes formas a las que llamamos “continentes”. Apenas es posible
imaginar una estructura social y cultural más heterogénea que la del continente
africano. Sin embargo, seguimos actuando como si hubiera una sola África.
Pero también en el
ámbito de la vida individual coqueteamos constantemente con ese constructo de
unidades, hablamos de un Yo y de una identidad, y todo a sabiendas de que cada
Yo es infinito, que oculta en sí una cantidad enorme de facetas, y que la
identidad no es más que una ficción, si bien extremadamente necesaria. También
en las relaciones personales –desde las amistades y las historias de amor hasta
el matrimonio y la familia– nos esforzamos mucho (a veces incluso de mala gana)
para recalcar nuestras diferencias. Sin embargo, luego tenemos que comprobar
que precisamente en el reconocimiento y el aprecio de las diferencias podemos
seguir desarrollándonos.
En la homogeneidad nos aburrimos rápidamente; la
diferencia, en cambio, nos aviva, nos inspira, nos incita a la actividad y a la
creatividad. Visto así, ¿no es la vivencia de la diferencia, en su núcleo, algo
artístico?
Los artistas, como
los etnólogos, experimentan que lo ajeno sólo nos parece ajeno y “exótico”
desde nuestra propia perspectiva. El Otro, el extraño, sin embargo, no es más
que un alter ego de cada persona. La mayor parte de las veces
partimos de la idea de que lo propio tiene una realidad per se, sin
una figura opuesta, pero luego tenemos que comprobar, muchas veces con horror,
cuánto de extrañeza y de ajeno hay en nosotros, a la vista de algunas acciones
y de perturbadores escenarios oníricos.
Como miembros de
formaciones geográficas y sociales con una cantidad extrema de etnias y
religiones –ya se llamen África, Asia, América del Norte o del Sur o Europa–,
en realidad estamos preparados, tanto desde el punto de vista histórico como en
nuestra memoria colectiva, de la mejor manera para tratar la diversidad y el
multiculturalismo. En nuestro origen, somos artistas, es decir, transformers.
No olvidemos, a
pesar de toda amenaza por parte de lo ajeno, que la tensión entre lo propio y
lo ajeno nos convierte en seres creativos y que nos abre para la figura del
visionario. Es algo que experimentamos también en el día a día: como ciudadanos
con conciencia política, respiramos con alivio cuando la política no intenta,
desde el principio, eliminar ciertos elementos de la sociedad que nos parecen
ajenos y molestos (por ejemplo, determinadas particularidades, modos de
comportamiento, ceremonias y tradiciones de vestimenta), sino que se abre al
proceso de transformaciones y cambios recíprocos.
Únicamente en ese
sentido puede tomarse en serio el discurso acerca del “diálogo de las
culturas”. El hecho de que surjan resistencias por ambas partes en ese proceso
es algo que no se puede eludir. Objetivos tan ambiciosos como la creación de un
“mapa democrático universal” o de una “civilización global” sólo podremos
vislumbrarlos si, desde la base, se le otorga al hecho fehaciente de la
diferencia un significado positivo.
En su esencia,
todos los seres humanos –tengan la profesión que tengan– podrían sentirse como
codiseñadores del mundo; ese mundo que nos depara tantas preocupaciones con sus
potenciales destructivos, tan tensos y a punto de explotar; un mundo que nos
muestra abismos y nos involucra en catástrofes que a veces nos sobrepasan. Ése,
sin embargo, es nuestro mundo. Y en medio de ese mundo creamos sin cesar, nos
abrimos a esas felices convergencias de lenguajes artísticos y formas sonoras.
Aun cuando la política se ocupe de una variedad de sistemas, lenguajes y formas
de expresión que en la mayoría de los casos queda ensombrecida por conflictos
difíciles de conciliar, ella, en su núcleo y en su potencial, es un acto
creativo. Constituye una polifonía y una diversidad traducida en actos, una
exploración de lo ajeno relacionada con las acciones.
Tanto más asombroso
resulta, pues, que se les pida consejos a los etnólogos sólo en casos
excepcionales cuando se trata de ciertos acontecimientos de carácter político.
En época de los presidentes federales alemanes Johannes Rau, Roman Herzog y
Richard von Weizsäcker, existió durante un tiempo el proyecto de un “Parlamento
Europeo de las Culturas”. La idea era que, a la hora de juzgar ciertos
conflictos nacionales e internacionales, se llamara como algo obvio, en calidad
de asesores, a etnólogos occidentales y de las respectivas sociedades
afectadas. Hasta ahora no hay aún apenas experiencias ni conceptos para la
cooperación entre las políticas internas y externas y la etnología.
En la medida en que
establecemos un intercambio político con otras personas (sobre todo de culturas
ajenas), aprendemos siempre algo sobre nosotros mismos, algo que hasta entonces
permanecía oculto para nosotros y que esperaba ser descubierto y llamado a la
vida. La música, las artes plásticas y la literatura diferentes –sobre todo
cuando encierran mucha historia– nos ponen en contacto con lo que aún no se ha
vuelto realidad, lo inconsciente y lo imaginario que hay en nosotros.
La política y el
arte deberían ser siempre reflexión: una reflexión sobre la interacción en
conjunto; una valoración de la dinámica entre los mundos interiores y los
mundos exteriores de quienes participan en ellas y de todo el corpus general,
es decir, de la estructura más general. Por lo tanto, parece posible establecer
una relación entre la política y el arte.
El hombre, desde su base, es un ser etnológico que se diseña a sí mismo
siempre en una relación con lo ajeno en lo externo y en su “África interior”,
como llamaba Sigmund Freud al alma. Nadie quiere, a fin de cuentas –y de eso
estoy convencido– definirse a sí mismo sólo a través de lo que le resulta
familiar. Todos queremos ser un ser cultural que, gracias a su fuerza creativa
y modeladora, sea parte de la sociedad y de ese todo que trasciende a la
sociedad propia y que llamamos “mundo”.