lunes, 4 de diciembre de 2017

Diferencias Sociales


Hay momentos y días en que las diferencias sociales, culturales o religiosas nos parecen, de una vez por todas, prescritas e insalvables. En esos momentos solemos resaltar las dramáticas diferencias existentes entre nuestra cultura, nuestros valores y nuestros ideales, y las culturas ajenas; cuando éstas intentan, por ejemplo, legitimar ciertas medidas punitivas humillantes o letales basándose en motivos religiosos.

Sin embargo, en cuanto reconocemos ese mismo potencial destructivo en la historia de nuestra civilización y recordamos nuestras capacidades autorreflexivas y autocríticas, se incrementa de nuevo en nosotros el anhelo de diálogo. ¿Cómo podemos entender lo que nos ha impulsado a nosotros y a los Otros a adoptar determinadas maneras de pensar y de actuar? El hecho mismo de que existan diferencias entre nosotros y que nos consideremos mutuamente seres curiosos, e incluso extraños, ¿no es acaso, en el fondo, más elemental, si se quiere: más natural que lo que nos une?

Resulta mucho más obvio, por tanto, partir de la experiencia de la diferencia en nuestra vida personal, comunitaria y social y restarle un poco de esa mácula que se le atribuye. ¿Acaso la diferencia –y con ella todo lo ajeno– no nos resulta más próxima y familiar de lo que creemos habitualmente?

No podemos dejar de ver lo que nos es familiar, en un principio, como lo propio. Lo que no se corresponde con eso, es lo ajeno o extraño, lo lejano, lo poco familiar, y muy pronto pasamos a decir que es lo inquietante. El extraño es la encarnación de todo lo que nos provoca miedo. Sobre el extraño, cualquiera, en la propia sociedad, puede proyectar lo que él mismo no quiere percibir y que constituyen esos lados sombríos que habitan en la propia persona, sobre todo ese carácter impredecible tan propio de la naturaleza humana. Al extraño le atribuimos todo ese recelo latente en nosotros y que sentimos hacia nosotros mismos. Necesitamos al extraño para sentirnos seres normales, correctos y fiables.

En este punto, el artista se separa con toda decisión de la generalidad. Porque él se experimenta a sí mismo como ser creativo no en el rechazo, sino en la tarea de hacer presente lo que se manifiesta como extraño. Cualquier visita a un museo nos lo demuestra: el arte despliega una buena parte de su fuerza creadora de formas precisamente al impregnarse de eso que a nosotros nos parece propio y de aquello que nos parece ajeno.

En el ámbito de las artes plásticas, la más interesante impregnación de formas y visiones europeas y no europeas se produjo en los años posteriores a 1905. El arte europeo –lo mismo tratándose de Picasso, de Klee, de Brancusi o de Georges Braque–, no hubiera podido renovarse en el siglo XX por sí mismo. Y por ello se empapó de los néctares ajenos y la visionaria fuerza imaginativa que se expresa, por ejemplo, en la escultura primitiva. Ese arte presintió la fuerza que encarnaba la llamada escultura negra y extrapoló esa fuerza al propio proceso productivo. Con ello, procedió según un principio que supo apropiarse de algo y, al mismo tiempo, ser creativo.

Con el descubrimiento, sobre todo, que hicieron Picasso y los fovistas de las máscaras africanas y las procedentes de Oceanía, y la formación de una nueva mirada plástica por parte de los cubistas, el arte tribal –también conocido como art nègre– se convirtió en un modelo o Vor-Bild (o sea una imagen que tenemos delante y que se copia), una especie de “afinidad electiva” de la modernidad. Mientras que el artista, en ese encuentro constante consigo mismo y con lo ajeno, trata abiertamente toda clase de rupturas y pruebas de dichas rupturas –precisamente ahí se halla en su elemento–, nosotros, los que vivimos fuera de la práctica artística, vimos casi siempre con la idea de que deberíamos aspirar a la homogeneidad en todo.

Sin embargo, a decir verdad, lo no unificado, la diferencia y la heterogeneidad constituyen también nuestro elemento, un elemento en el que siempre nos encontramos y en el que normalmente nos sentimos bien. Y esto ocurre a todos los niveles: en los grupos más pequeños, en las comunidades, y así sucesivamente hasta llegar a las grandes formas sociales, todos están marcados por modos de comportamiento extremadamente divergentes, por actitudes, posiciones, rituales, juicios y prejuicios que difieren mucho entre sí; y mucho más patente se hace esto en el caso de esas grandes formas a las que llamamos “continentes”. Apenas es posible imaginar una estructura social y cultural más heterogénea que la del continente africano. Sin embargo, seguimos actuando como si hubiera una sola África.

Pero también en el ámbito de la vida individual coqueteamos constantemente con ese constructo de unidades, hablamos de un Yo y de una identidad, y todo a sabiendas de que cada Yo es infinito, que oculta en sí una cantidad enorme de facetas, y que la identidad no es más que una ficción, si bien extremadamente necesaria. También en las relaciones personales –desde las amistades y las historias de amor hasta el matrimonio y la familia– nos esforzamos mucho (a veces incluso de mala gana) para recalcar nuestras diferencias. Sin embargo, luego tenemos que comprobar que precisamente en el reconocimiento y el aprecio de las diferencias podemos seguir desarrollándonos. 

En la homogeneidad nos aburrimos rápidamente; la diferencia, en cambio, nos aviva, nos inspira, nos incita a la actividad y a la creatividad. Visto así, ¿no es la vivencia de la diferencia, en su núcleo, algo artístico?
Los artistas, como los etnólogos, experimentan que lo ajeno sólo nos parece ajeno y “exótico” desde nuestra propia perspectiva. El Otro, el extraño, sin embargo, no es más que un alter ego de cada persona. La mayor parte de las veces partimos de la idea de que lo propio tiene una realidad per se, sin una figura opuesta, pero luego tenemos que comprobar, muchas veces con horror, cuánto de extrañeza y de ajeno hay en nosotros, a la vista de algunas acciones y de perturbadores escenarios oníricos.

Como miembros de formaciones geográficas y sociales con una cantidad extrema de etnias y religiones –ya se llamen África, Asia, América del Norte o del Sur o Europa–, en realidad estamos preparados, tanto desde el punto de vista histórico como en nuestra memoria colectiva, de la mejor manera para tratar la diversidad y el multiculturalismo. En nuestro origen, somos artistas, es decir, transformers.

No olvidemos, a pesar de toda amenaza por parte de lo ajeno, que la tensión entre lo propio y lo ajeno nos convierte en seres creativos y que nos abre para la figura del visionario. Es algo que experimentamos también en el día a día: como ciudadanos con conciencia política, respiramos con alivio cuando la política no intenta, desde el principio, eliminar ciertos elementos de la sociedad que nos parecen ajenos y molestos (por ejemplo, determinadas particularidades, modos de comportamiento, ceremonias y tradiciones de vestimenta), sino que se abre al proceso de transformaciones y cambios recíprocos.

Únicamente en ese sentido puede tomarse en serio el discurso acerca del “diálogo de las culturas”. El hecho de que surjan resistencias por ambas partes en ese proceso es algo que no se puede eludir. Objetivos tan ambiciosos como la creación de un “mapa democrático universal” o de una “civilización global” sólo podremos vislumbrarlos si, desde la base, se le otorga al hecho fehaciente de la diferencia un significado positivo.

En su esencia, todos los seres humanos –tengan la profesión que tengan– podrían sentirse como codiseñadores del mundo; ese mundo que nos depara tantas preocupaciones con sus potenciales destructivos, tan tensos y a punto de explotar; un mundo que nos muestra abismos y nos involucra en catástrofes que a veces nos sobrepasan. Ése, sin embargo, es nuestro mundo. Y en medio de ese mundo creamos sin cesar, nos abrimos a esas felices convergencias de lenguajes artísticos y formas sonoras. Aun cuando la política se ocupe de una variedad de sistemas, lenguajes y formas de expresión que en la mayoría de los casos queda ensombrecida por conflictos difíciles de conciliar, ella, en su núcleo y en su potencial, es un acto creativo. Constituye una polifonía y una diversidad traducida en actos, una exploración de lo ajeno relacionada con las acciones.
Tanto más asombroso resulta, pues, que se les pida consejos a los etnólogos sólo en casos excepcionales cuando se trata de ciertos acontecimientos de carácter político. En época de los presidentes federales alemanes Johannes Rau, Roman Herzog y Richard von Weizsäcker, existió durante un tiempo el proyecto de un “Parlamento Europeo de las Culturas”. La idea era que, a la hora de juzgar ciertos conflictos nacionales e internacionales, se llamara como algo obvio, en calidad de asesores, a etnólogos occidentales y de las respectivas sociedades afectadas. Hasta ahora no hay aún apenas experiencias ni conceptos para la cooperación entre las políticas internas y externas y la etnología.

En la medida en que establecemos un intercambio político con otras personas (sobre todo de culturas ajenas), aprendemos siempre algo sobre nosotros mismos, algo que hasta entonces permanecía oculto para nosotros y que esperaba ser descubierto y llamado a la vida. La música, las artes plásticas y la literatura diferentes –sobre todo cuando encierran mucha historia– nos ponen en contacto con lo que aún no se ha vuelto realidad, lo inconsciente y lo imaginario que hay en nosotros.

La política y el arte deberían ser siempre reflexión: una reflexión sobre la interacción en conjunto; una valoración de la dinámica entre los mundos interiores y los mundos exteriores de quienes participan en ellas y de todo el corpus general, es decir, de la estructura más general. Por lo tanto, parece posible establecer una relación entre la política y el arte.


El hombre, desde su base, es un ser etnológico que se diseña a sí mismo siempre en una relación con lo ajeno en lo externo y en su “África interior”, como llamaba Sigmund Freud al alma. Nadie quiere, a fin de cuentas –y de eso estoy convencido– definirse a sí mismo sólo a través de lo que le resulta familiar. Todos queremos ser un ser cultural que, gracias a su fuerza creativa y modeladora, sea parte de la sociedad y de ese todo que trasciende a la sociedad propia y que llamamos “mundo”. 

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