Seguro que te ha pasado alguna vez. Te presentan a una
persona y al poco, sin saber muy bien la razón, terminas haciendo una
valoración sobre ella. No necesitas ni un minuto para tener esa primera
impresión. Su apariencia, sus gestos,
modales, su voz… pequeños detalles que conforman una imagen que acabas
catalogando de un modo u otro.
Puede que te sorprenda, pero los estudios nos dicen que, en
general, las personas somos bastante buenas en esos breves análisis que
perfilan las primeras impresiones. Sea como sea, habitualmente
disponemos de muy poco tiempo no solo para analizar a otros, sino para dar nosotros
mismos una buena impresión.
“Nunca hay una segunda oportunidad para causar una
primera buena impresión”
-Oscar Wilde-
Si la persona que tenemos ante nosotros la juzgamos como
amenazante y peligrosa, nuestra primera reacción será la huida. Las personas
necesitamos hacer evaluaciones instantáneas para tomar decisiones al
momento. En cierto modo, esos análisis aparentemente tan rápidos tienen
mucha relación con nuestra personalidad, con nuestros miedos y también con
nuestras necesidades. Bien es cierto que disponemos de esa parte instintiva –y
casi irracional- que nos indica al instante si algo es inofensivo o amenazante,
pero también pesa mucho nuestra propia experiencia.
Puede que una persona pulcra y bien vestida te parezca
aséptica y superficial, puede que prefieras una imagen un tanto más informal
porque te da más cercanía y te recuerde a otros de tus amigos… rasgos todos
ellos que tienen mucho que ver con nuestra personalidad, y nuestro estilo
particular. Podríamos decir que nuestro cerebro está programado para
llegar a una rápida conclusión con muy poca información.
¿Cómo funciona la primera impresión?
Día a día nos llegan cientos, miles de estímulos. No tenemos
tiempo de procesarlos todos ni de desmenuzar todas esas informaciones al
milímetro. Entonces ¿cómo llegamos a ciertas decisiones?
De modo inconsciente.
Esa es la realidad, la mayoría de nuestras decisiones las tomamos de modo rápido y mediante
el inconsciente, ahí donde está archivados nuestros recuerdos,
nuestras sensaciones, nuestras experiencias, nuestra personalidad…
El cerebro lo que hace es organizar la
información en categorías, y a partir de ahí hace comparaciones rápidas.
Muy rápidas y siempre con ayuda de las emociones. ¿Se parece esta persona a
alguien de nuestro pasado que nos hizo daño? ¿Ese tono de voz te es agradable?
¿Es su sonrisa tan sincera como la de nuestro
padre, o es tan falsa como la de nuestra vecina?
El efecto halo es un sesgo cognitivo muy común. Tiene
que ver con la influencia de nuestras percepciones, en juzgar las
cualidades de una persona a partir de nuestra primera impresión. Este término
lo acuñó el psicólogo Edward L. Thorndike en
1920, al darse cuenta de que las personas solemos sacar conclusiones globales
de grupos o etnias de personas, sin conocerlas de modo individual.
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