Es difícil, para muchos,
aceptar la idea de que nuestros respectivos caminos de vida puedan tomar
orientaciones divergentes. A pesar de los vínculos tan fuertes que puedan unir
a veces a algunos seres, ya
sea en un plano de amistad, profesional o amoroso, la vida demuestra que cada
recorrido es único, y que rara vez evoluciona, durante toda una existencia,
paralelamente al de otros.
Nuestro propio camino lo trazamos en cada instante, con cada
elección que hacemos, y escuchando a nuestro corazón. No podemos controlar, de
antemano, el rumbo que tomará mañana ni todos los días que tendremos la fortuna
de vivir. Por más que intentemos orientarlo de forma duradera, hemos de asumir
que cualquier cosa puede influir en su trayectoria, en cualquier momento.
No
podemos imponer una dirección para toda la vida, aun cuando nos
esforcemos por seguir los pasos de otros.
Es una
evidencia geométrica que nuestro ámbito de relaciones está en constante
evolución, y que todos los caminos que se cruzan terminan tomando, inevitablemente,
direcciones divergentes. No podemos avanzar por la vida y fijar, al mismo
tiempo, la intersección de dos vías. El carácter aparentemente imprevisible de
estos cruces de caminos acaba siendo un poderoso motor de evolución que nos
pone constantemente en entredicho, en cada encuentro… y en cada alejamiento,
también.
Toda relación termina inevitablemente por disolverse un día, y aquel
que intenta agarrarse a ella se recluye en la ilusión y en el apego. La vida
solo existe en el movimiento, en lo pasajero de toda realidad terrestre.
Por
desgracia, el ser humano amancilla a menudo una relación terminada, como si
hiciera falta hallar un responsable de la divergencia de orientaciones, en
lugar de aceptar que el final de todo camino compartido es una enseñanza mutua
enriquecedora, que hace de nosotros lo que hoy somos. Nada se estropea cuando
dos caminos divergen, puesto que el otro continúa de alguna manera viviendo en
nosotros, a través de la experiencia vivida. Depende únicamente de nosotros que
lo integremos, para darle un sentido.
El fracaso
no está sino en nuestra incapacidad de crecer a partir de relaciones pasadas.
Deberíamos celebrar cada separación lo mismo que cada encuentro. Por mi parte,
experimento siempre mucho amor y agradecimiento hacia las personas que han
formado parte de mi vida, pues aunque nuestros caminos hayan tomado direcciones
diferentes, la riqueza de nuestro pasado común es parte integrante de los
fundamentos del ser que ahora soy.
El amor no se limita a la proximidad de dos
seres, sino que puede vivirse más allá de cualquier distancia adoptada. Solo la
forma cambia…
Renunciar
a seguir una vía propia, para seguir los pasos de otros, es una forma de
negación de sí, que conduce a vivir la vida de otros, en la ilusión de que la
felicidad solo puede venir del exterior.
Por supuesto, otra vía puede
inspirarnos, pero no deberíamos nunca restringirnos a ella, o encerrarnos en
ella. Observar con desapego un camino divergente del nuestro es de una
riqueza enorme, puesto que nos lleva al cuestionamiento y al replanteamiento.
Obligarnos, en cambio, a seguirlo ciegamente es solo pérdida
y olvido de nosotros mismos.