Leer, para mí, siempre ha sido un refugio contra las
inclemencias de la realidad, a la vez que un vehículo fantástico con el que
zambullirme en otros mundos posibles o imposibles, en otras vidas tan reales o
imaginarias como la mía. Leyendo, puedo detener el tiempo y entrar directamente
en otra dimensión sin moverme del sillón o de la cama en la soledad de mi casa,
o rodeado de gente en la sala de espera del médico o del dentista, de la
estación de tren o del aeropuerto, en el banco del parque o la mesa del café.
Nunca me he explicado cómo puede haber tanta gente (mucha
más de lo que sería higiénico reconocer) que considera la lectura una actividad
aburrida, demasiado formal, incluso fatigosa. Si bien aprendí a disfrutar del
aburrimiento con esas dosis de imaginación tan entrenada en aquellos años de mi
adolescencia sin ordenadores ni videoconsolas, sin móviles ni televisión por
cable, siempre he buscado cualquier excusa para divertirme y esa fue, sin duda,
la razón que me llevó a los libros.
Los libros, además, proporcionan un equilibrio vital para
quienes, como es mi caso, abarcamos un amplio espectro de personalidades cuya
cualidad más definitoria es el oxímoron, como por ejemplo: el transgresor
perezoso, el charlatán introvertido o El viajero sedentario (Rafael
Chirbes. Anagrama 2004).
Pero leer no es sólo una válvula de escape; me parece, sobre
todo, una forma más de disfrutar con plenitud de la vida, una de las mejores,
desde luego. Y es que, como le decía Martín Echenique a su hijo Martín (Hache),
película de Adolfo Aristarain, a propósito de su falta de interés por la
lectura: “Me daba bronca que te perdieras uno de los mayores placeres que hay
en la vida”, “Y el que se pierde eso, es un tarado”.
Uno de los libros que, a mi modo de ver, mejor refleja, y de
la forma más original que cabe imaginar, el mágico universo de la lectura y los
lazos que unen y a veces enredan y confunden la realidad con la ficción, al
lector con las tramas de las novelas, al escritor con sus personajes, es Si una noche de invierno un viajero, de
Italo Calvino. Una novela llena de novelas y unos personajes que somos nosotros
mismos, sus lectores. Con un sentido del humor muy cercano a G.K. Chesterton,
Calvino convierte la vida en novela y la novela en una forma de vida.
Y esa es
la esencia de la lectura, al menos tal y como yo la entiendo: la vida
misma.