Es valioso para el hombre ser capaz de entender el mundo, de entenderse
a sí mismo, de entender la causa de sus acciones y omisiones. Tiene una mayor
probabilidad de actuar bien, o de manera adecuada, un hombre que entiende por
qué está actuando de esa forma. Que ha racionalizado el mundo a su alrededor,
entiende las consecuencias (tanto dañinas como beneficiosas) que sus acciones
tendrían en la realidad que lo rodea (gente, animales, plantas, el planeta entero
y el universo).
No es necesario para alcanzar ese entendimiento el incorporar el
concepto de Dios. Ateos en todo el mundo se comportan día a día de manera
virtuosa, moral y cívica. El bien, o quizá más claramente el mal, es muchas
veces evidente a los seres humanos.
Estadísticamente, la gran mayoría de las personas sabemos
identificar el mal, o potenciales acciones “malas” por el daño que estas nos
producirían a nosotros, a los humanos que nos rodean y al resto del mundo.
Cuando el daño es evidente, como en el caso de un asesinato, la especie humana
reconoce como mala dicha acción de manera transversal y transcultural.
En la duda de si algo es bueno o malo, por lo general dichas acciones
son sujeto de debate, y un mayor esfuerzo debe ser puesto en entender la
complejidad de la circunstancia en la cual se va a actuar. En dichas
circunstancias complejas los conceptos de bien y mal se confunden y desvanecen,
y la incapacidad de predecir las consecuencias de nuestras acciones nos hace
evidente la falta de absolutismo que rige realmente el comportamiento moral del
hombre.
La fantasía de la moral absoluta, de el “bien” ya sea revelado a un
grupo de afortunados o incrustado en nuestra naturaleza por un Dios, es, y ha
probado ser a lo largo de la historia de la humanidad, un concepto altamente
peligroso. La creencia en el mandamiento, en una regla suprema, aleja al hombre
de su bien más preciado y del origen verdadero de su moralidad: la razón.
El origen de la moralidad se encuentra en la razón y la experiencia.
Supongamos el caso ficticio de un hombre común que matase a un hombre “santo”.
Acto seguido se abre el firmamento, baja una carroza conducida por bellos
ángeles para llevar al santo hombre al cielo, y el asesino puede ver a su
víctima disfrutando de una vida perfectamente feliz por el resto de la
eternidad. ¿Consideraría realmente el asesino que ha cometido un acto malo al
ver que las consecuencias de su accionar en la víctima son infinitamente
positivas? ¿Sería el acto de matar hombres santos realmente un crimen, si en
vez de ver un cadáver inerte tendido en el pavimento, viéramos la supuesta
“santificación de sus almas”? Sería muy razonable pensar que no.
Muchos de nosotros podemos recordar nuestra infancia. Durante ella
formamos gran parte de nuestros hábitos conductuales. Es para muchos posible
recordar la satisfacción que nos producía observar con nuestros propios ojos
los beneficios de nuestras acciones “buenas”, y la mezcla de rabia y culpa que
nos producía observar que nuestras acciones dañaban a quienes nos rodeaban.
¿Hubiéramos
podido adquirir y desarrollar nuestros códigos morales si no hubiéramos visto
las consecuencias de nuestras acciones? No. La experiencia y posterior
racionalización de la relación causa-efecto entre nuestras acciones y el
beneficio o deterioro de la realidad que nos rodea son lo que nos moldea como
seres morales.
En una época de constantes conflictos armados y tragedias originadas en
fanatismos religiosos y nacionalismos a ultranza, es importante tornarnos hacia
nuestra propia humanidad, confiar en nuestro criterio y, antes de aceptar
cualquier afirmación como verdadera, pasarla por el colador de nuestra razón,
nuestra herramienta más preciada, el motivo detrás de nuestra supervivencia en
este mundo.
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