Yo tiendo a la procrastinación, a veces peligrosamente. La
gente que me rodea, tiende a la procrastinación. Probablemente todos nosotros
tendemos en mayor o menor medida a la procrastinación. Pero ¿qué diablos
es la procrastinación y por qué está tan de moda en Internet?
En pocas palabras, la procrastinación sería el hábito
de aplazar las cosas que deberíamos hacer, enredándonos en tareas menos
importantes o incluso gastando nuestro tiempo deliberadamente en cosas que nos
obligamos a creer que son más perentorias. Todo ello por miedo, por pereza,
porque analizar demasiado algo nos lleva a la parálisis… porque nuestro cerebro
está diseñado para ello.
Posiblemente el término, hace unos años casi ajenos del
acervo cultural de la gente, está tomando relevancia gracias a Internet. Y es
que Internet en sí mismo es una fuente infinita de procrastinación, que se
lo digan a los oficinistas que tienen un ordenador delante y no dejan de entrar
en Facebook para comentar fotos de gatitos.
Las distracciones son tan poderosas porque nos permiten
evadirnos de lo que no tenemos ganas de acometer. Aunque nuestros objetivos
mentales sean razonables o incluso necesarios para alcanzar algún fin
importante, la mayoría de nosotros, en un momento u otro, “nos despistamos”.
No, lo haré mañana; no, todavía no me he puesto con el inglés porque
últimamente tengo mucho trabajo; no, me queda por resolver cuatro cosas antes
de acudir a la autoescuela… ¡son cosas muy importantes! ¡De verdad!
Si nuestro cerebro estuviera mejor ensamblado, quizá estaría
dotado de una voluntad más férrea que, ante las urgencias más serias, se
atendría sólo a objetivos fijados detenidamente.
Según el psicólogo Gary Marcus, está generalizada
propensión a las distracciones y las ausencias mentales (y la facilidad para
esgrimir excusas) es una consecuencia más de:
la deficiente integración entre un conjunto reflejo y
ancestral de mecanismos orientados a fijar objetivos (quizá compartido con
todos los mamíferos) y un sistema deliberativo de evolución más reciente, que,
por inteligente que parezca, no siempre participa en el proceso.
Las estadísticas nos indican que entre el 80 y el 95 %
de los estudiantes universitarios postergan sus obligaciones, y dos tercios de
todos los estudiantes consideran que tienen por costumbre postergar las cosas.
Según otros cálculos, entre el 15 y el 20 por ciento de
todos los adultos se ven crónicamente afectados; y no puedo por menos que
preguntarme si el resto sencillamente miente. A la mayoría de las personas les
preocupa la tendencia a postergar; en general la describen como algo malo,
perjudicial y estúpido. Y, sin embargo, casi todos incurrimos en ella.
El problema, pues, es que a menudo aplazamos lo que es
importante hacer, incluso para mejorar nuestra vida de algún modo, a fin de
sumergirnos en otras actividades que no nos permitan sentir remordimientos:
ver la televisión, por ejemplo. No digo que ver el último capítulo de Lost no
sea importante, pero seguramente es un objetivo con menos prioridad que muchos
otros.
Y ¿cuáles son las cosas que suelen excitar nuestra
procrastinación al máximo?
Las tareas más susceptibles de ser postergadas reúnen, por
lo general, dos condiciones: no nos divierten y no es obligatorio realizarlas
ahora mismo. A la menor oportunidad, aplazamos las tareas que más rechazo nos
producen y nos recreamos en lo divertido, a menudo sin detenernos a pensar en
el coste final.
La postergación es, en suma, el hijo ilegítimo de la tasa de
descuento al futuro (la tendencia a devaluar el futuro respecto al presente) y
el uso del placer como brújula chapucera.
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