La indiferencia es justo lo que indica la palabra, una falta
de deferencia. La simpatía o no de una persona pasa por si la tiene o no como
atributo. Sabemos que la indiferencia que se reviste de soberbia o de un
extraño orgullo de superioridad en el fondo oculto una inhibición ante el otro,
una vergüenza incluso cuando no un temor a transparentarse ante la mirada, por
tanto la indiscreción, ajena.
A la llegada a un país, a una región, a un nuevo
lugar, incluso a una nueva persona lo primero que salta a la vista es su cuota
deferencial, que puede recorrer un heterogéneo arco: desde los excesos de
atención a la absoluta anulación de ésta. Es el contacto con el punto exacto de
este gradiente lo que hace emitir juicios prontos y repentinos del
otro o del recién conocido, no siempre tan inexactos como se podría suponer por
su injusticia inmediatista. Es así que caemos simpáticos o antipáticos en
función de nuestra capacidad de escucha y concentración por lo ajeno, la
retención de sus detalles, el recuerdo memorístico de sus confidencias y, por
supuesto, sus nombres.
Sin duda la indiferencia/deferencia dependen de códigos
culturales y de costumbres educativas. La excesiva deferencia –como la
africana- es empalagosa, especialmente cuando se viene habituado de
ámbitos culturales en los que predomina la frialdad y la indiferencia. El
excesivo saludo reverencial -como el oriental- resulta chocante. Al
revés, el excesivo silencio, la falta de trato y la nula mención de saludo o su
vocalización inaudible es propio de quien no quiere tener demasiado trato con
el prójimo. La curiosidad de este fenómeno es que el gradiente
deferencia-indiferencia varía y se adapta a las circunstancias. Los demás como
paisaje pasan por la criba de la selección.
Toda la indiferencia que se puede
tener y se recibe a nivel de calle queda compensada, supuestamente, por la alta
deferencia que se recibe de las personas especiales con las que se ama, se vive
o se trabaja.
El estudio de la indiferencia es crucial en el estudio de la
psicología de las relaciones humanas. Las personas que forman parte del
conglomerado, del entorno, de ese paisaje inasible de formas inicialmente van diferenciándose
a partir de los mensajes y energías que se van recibiendo de ellas.
Cuanto más
te ignore alguien menos querrás saber de ésa persona. Pero ni siquiera eso es
exacto. Es difícil crear una ley interpretativa universal que capture todos los
comportamientos predecibles. Hay muchas razones de todo tipo y las que más
utilitaristas para mostrar interés por los demás.
La deferencia no deja de ser
una puesta en escena de una acción calcula si se quiere instrumentar para un
fin determinado. Inicialmente ante un nuevo grupo humano en el que
te zambulles todos sus miembros pueden ser parecidos. Basta un primer
intercambio de impresiones para empezar a individuar a cada uno del
conjunto al que pertenece o del que se le saca. Nada obliga en principio a
hacerse amigo de nadie pero parece que lo más lógico, desde un punto de vista
de lógica recursiva pero también de lógica comunicacional, tomar
contacto con las personas que te encuentras y que estas lo tomen contigo si las
coordenadas de coincidencia son nuevas y la información mutua de las
realidades recíprocas es escasa. Teóricamente cuanto mayores sean los contactos
con los demás más puedes abastecerte de informaciones y de experiencias. Esto,
que desde luego tiene un punto de saturación, marca la dinámica de las primeras
aproximaciones.
Cuando llego a un lugar por primera vez me fijo más que nunca
en las caras que hay, la gente que está con sus distintas poses, las formas de
andar. Hay un tipo de personalidades que arrastran los pies y miran al fuego.
Si por azar te cruzas con su campo visual hacen todo lo posible por no verte o
por aparentar que no te han visto. Tú estás seguro de que no eres transparente
y que tu atractivo no es tan terrible como para ser metido en un lapsus visual
automáticamente, a pesar de todo no eres mirado ni hablado.
Cuanta más civilizada es una persona en el sentido de más
saturada está del mundo y de sus estímulos más se inviste de un rol de
indiferencia. Hay razones psicológicas poderosas que la explican, las de la
autoseguridad o autoprotección entre ellas, después de unos cuantos
intercambios desfavorables con desconocidos se opta por no aceptarlos en el
campo relacional. Lo que pasa es que los desconocidos nunca dejan de serlo si
no se les trata. Es una anti metáfora la tesis de quedarse en la reserva. Hay
otra cosa, la indiferencia como regla criterial constante convierte al mundo de
los otros en general, por lo tanto al mundo, en algo a lo que se quiere acceder
nunca y como mucho se acepta el contacto si la iniciativa viene de alguien muy
singular del otro lado.
He comprobado que hay gente que jamás escribe, jamás
llama, jamás propone, jamás toma la iniciativa y que lo sabe y que además eso
considera que es lo razonable para su posición social. Al mismo tiempo y
antitéticamente recriminará en los demás que no la auxilien, no la salven, no
la inviten, no la lleven o no le hagan dádivas.
Hay muchos procesos causales de la indiferencia y sin
discusión alguna hay conclusiones que avalan actitudes de indiferencia
impecables que no tienen objeción alguna. No son pocas las personalidades con
las que te encuentras por la vida que lo mejor que puedes hacer con ellas es
ignorarlas no porque no tengan un valor humano potencial sino porque no estás
dispuesto a perder tu tiempo miserablemente con ellas. Pero una cosa es poner a
alguien con quien se ha tratado en ese grupo del que distanciarse para no tener
problemas o porque sus malas energías no te dañen y otra muy distinta es
adoptar la indiferencia total con respecto al resto de la especie.
Confieso que cuando me he fijado en personas y que las
encuentro por segunda o tercera vez y ellas siguen sin verme desde la primera
me siento algo perplejo. He experimentado que al tomar la iniciativa de ahí
donde había alguien blindado puede resurgir una personalidad
pletórica, sensual y maravillosa. Mi hipótesis es que el común
denominador de las indiferencias es el de la toma de distancia de los demás
porque en el fondo los demás se les impugnan a priori. Si alguien vale la pena
ya luchará por vencer las barreras de esa indiferencia,
Lo malo es que alguien
que vale la pena que sufre el rechazo sutil de la indiferencia no tiene por qué
quedarse con ganas para vencer las murallas del indiferente tratando de
descubrir una persona sensible detrás o al menos un hablante con interés.
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