Si bien el concepto de colonización alude al ejercicio de un
poder invasivo que el poderoso impone para el apoderamiento violento de bienes
mediante el ultraje a personas y pueblos, es posible establecer una analogía
con las diversas formas de manipulación del pensamiento y de invasión de la
intimidad ejercidas por quienes tienen la habilidad de convencer y dominar las
mentes de quienes sufren el descuido y la falta de conciencia ante los hechos
de la vida cotidiana.
Como todo poder invasivo, la colonización de la mente se
lleva a cabo a través del despojo del derecho a expresar con autonomía el
pensamiento propio. Ello constituye la forma más grave de violencia, con el
agravante de no ser muchas veces advertida, como ocurre con los despojos
abiertamente tangibles que se pueden observar en el campo físico, material y territorial.
Es así como la mente humana en nuestros días se ha
convertido en el botín más preciado del poder manipulador. Por eso, colonizar
la mente se presenta como una práctica atractiva para ejercer desde el descuido
ajeno un poder devastador y alienante mediante el debilitamiento generado
por la sumisión de individuos, comunidades y grupos que carecen de
recursos psico-emocionales para pensar con autonomía.
De esta manera, la mente de quienes no saben pensar
configura un estado de vulnerabilidad que hace propicio el camino de la
dependencia, transitado por quienes ignoran y son débiles para defender su
propia dignidad. Por eso, la colonización de la mente constituye una
práctica sutil y alienante que, muchas veces, quienes la ejecutan en los diversos
planos intangibles de la vida cotidiana lo hacen en nombre de la moral y de
valores y costumbres que se mencionan y proclaman con el ardid del engaño.
Es así como el sometimiento mental conduce a la falta de
objetivos, favorece la dejadez y deja al sujeto a expensas de la decisión
ajena, debilitando su capacidad de reacción ante la injusticia, la corrupción y
el abuso.
Esto promueve el campo propicio para que los individuos sean
colonizados por los valores de otros, por los gustos y preferencias ajenas, por
las costumbres y prejuicios impuestos, por las religiones y los fanatismos, por
los mandatos familiares, por la cultura y por las posesiones derivadas de un
consumismo que limita la expansión de la vida.
Una práctica todavía vigente
Y aquí surge otra faceta del colonizador: es un seductor de
multitudes, que cautiva las mentes de los mediocres e ingenuos y las inmoviliza
con el atractivo de la promesa y el artificio de las palabras que elige en cada
oportunidad para provocar en aquéllos, con precisión e hipocresía, la adhesión
incondicional y el sometimiento del pensar y el sentir.
Este sometimiento se afianza cuando el “colonizador” del
pensamiento pretende que el "colonizado" deje de pensar por sí mismo
y se adhiera incondicionalmente a los intereses y manipulaciones de aquél, bajo
el convencimiento ilusorio de que el sometido caiga en la creencia de que
piensa por sí mismo. A partir de allí, la indolencia mental conduce al sujeto a
confundir el bien real con el bien aparente y lo honesto con lo trivial frente a
las diversas situaciones en que se encuentre.
Lamentablemente, la colonización de la mente es una práctica
que, al soslayar el ejercicio del pensamiento crítico y no enseñar a pensar,
puede gestarse y mantenerse de manera irreversible en el seno de la misma
familia por descuido o negligencia de aquellos padres que no alcanzan a
advertir la “influencia colonizadora”, aunque bien intencionada, de sus
exigencias, consejos o mandatos.
También la escuela ejerce tales prácticas cuando trata de
naturalizar procesos iatrogénicos que debilitan la confianza y la motivación de
quienes aprenden y que muchos docentes implementan de manera mecánica por
carecer de recursos motivacionales y de estrategias metodológicas para un
aprendizaje con bienestar y alegría.
Por tales razones, el fortalecimiento de la mente a través
de una educación que enseñe a pensar y genere en los individuos íntimas
convicciones acerca del valor de la dignidad personal y del ejercicio de la
autonomía intelectual, podrá neutralizar y superar la avidez colonizadora, cuyo
caldo de cultivo son la frivolidad ante las exigencias axiológicas de la
convivencia y el vacío mental, afectivo y emocional de los individuos.
Dado que la multiplicidad de estímulos colonizadores
rodea la vida personal y social, es inevitable que esa fuerza seductora y
de fuerte atracción condicione tanto a los jóvenes como a los adultos de
cualquier condición socio-cultural si no han aprendido a fortalecer la mente y
la sensibilidad y a habilitar con autonomía el ejercicio de la íntima
convicción.
Si bien tal situación invade y atraviesa el abanico de la
misma estructura social, con los efectos y consecuencias señaladas, es posible
revertir sus condicionamientos a través de un proceso formativo que enseñe a
pensar y a valorar la aplicación del pensamiento crítico como vía de
fortalecimiento ético y personal y de expansión solidaria de la conciencia.
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