Es temerario hacer un elogio de la lentitud. Vivimos en la
sociedad de la eficacia, somos personas eficaces. Optimizamos el tiempo, el
ordenador, la vida; seleccionamos, filtramos, descartamos,
comparamos, gestionamos;
todo es susceptible de ser ajustado en orden a mejorar nuestra productividad.
Planificamos las vacaciones, la familia, las relaciones, el ocio.
Todo responde a
estrategias, objetivos, métricas e indicadores que nos tensionan en un proceso
de mejora continua: más sano, más guapo, más rico, más divertido y, sobre todo,
más rápido.
Nos incomodan los tiempos muertos, los descansos y los
entreactos, atemperados rápidamente con las melodías, concienzudamente
personalizadas, de los mensajes de nuestro móvil, mientras nos quejamos
resignados del enésimo jajaja del enésimo grupo al
que pertenecemos y al que nos obligamos a responder con el emoticón más
original y divertido de nuestro repertorio.
Somos personas rápidas, brillantes, chisposas y resolutivas,
de mente ágil y clara. Nuestras revisiones nunca contemplan la equivocación o
el fracaso; siempre hay algún paquete de medidas para el reajuste vital que nos
siga haciendo cumplir los objetivos.
Es temerario hacer un elogio de la lentitud, pero al final
ni con la ayuda de los consultores de la felicidad nos sale positivo el balance
del negocio de la vida. Queda en nuestro debe la imposibilidad de vivir las
cosas importantes, siempre ocupadas en dar salida a los asuntos urgentes, que
casi nunca son los que más nos importan.
No hay tiempo para llorar a nuestros muertos, para madurar
nuestros amores o para ver crecer a nuestros hijos. En la contabilidad de
nuestro corazón no termina de cuadrar la caja. La felicidad y el sentido de
nuestra vida siguen siendo un plan estratégico a largo plazo.
Es temerario hacer un elogio de la lentitud, pero en 1986 ya
éramos conscientes de que no se trata de ir rápido, sino de saber a dónde ir.
Cuando el periodista Carlo Petrini asistió a la apertura de un establecimiento
de una famosa cadena de comida rápida en la Plaza de España de Roma, se hizo
consciente de que algo no iba bien. Había nacido el movimiento
slow, cuyo símbolo sería un caracol.
A partir del slow food han ido surgiendo toda
una serie de armónicos que configuran la filosofía
slow y que
constituyen todo un elogio de la lentitud: