Este mes se cumple un nuevo aniversario de la publicación
del experimento de psicología social, que es hasta nuestros días una de las
principales referencias cuando se intenta explicar la obediencia de los seres
humanos a las órdenes de una autoridad, incluso cuando estas órdenes desembocan
en atrocidades y acciones que evidentemente van contra la conciencia
individual: el experimento de Stanley Milgram.
En 1960, unidades del Mossad, el servicio de inteligencia de
Israel, capturaron a las afueras de Buenos Aires a Adolf Eichmann, teniente
coronel de las SS durante el régimen nazi en Alemania y responsable de la
logística que permitió la deportación masiva de judíos a guetos y campos de
exterminio en zonas ocupadas de Europa del Este durante la Segunda Guerra
Mundial.
Eichmann, quien había vivido en Argentina bajo una identidad
falsa desde 1950, fue transportado a Jerusalén para ser enjuiciado por quince
cargos que incluyen crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad. Durante
el juicio, brillantemente reportado por Hannah Arendt en una crónica para la
revista New Yorker, Eichmann alegó que no fue culpable de sus acciones e
incluso que no odiaba a quienes condenó a la desaparición y la muerte, con el
argumento de que él no tenía ninguna responsabilidad porque estaba simplemente
haciendo su “trabajo; no solamente cumpliendo órdenes, sino además obedeciendo
la ley”.
Fue la actitud de Eichmann la que llevó a Stanley Milgram,
psicólogo de la Universidad de Yale y descendiente de judíos que emigraron a
los Estados Unidos desde Europa del Este antes de la guerra, a preguntarse por
los motivos que llevan a los individuos a cometer acciones como las que
condujeron al genocidio de más de 6 millones de judíos bajo la coordinación del
régimen de Adolf Hitler y sus secuaces. ¿Estaban Eichmann y sus miles de
cómplices en el Holocausto simplemente siguiendo órdenes?
Para responder a esa pregunta, Milgram diseñó un experimento
en el cual tres individuos: el “experimentalista”, el “profesor” y el “alumno”,
debían evaluar la influencia de estímulos negativos en el aprendizaje,
utilizando choques eléctricos. Bajo la supervisión del experimentalista, el
profesor debía dictar una lista de parejas de palabras al alumno que se
encontraba en otra habitación. El alumno estaba conectado a una máquina
accionada por el profesor que le suministraba una descarga eléctrica cada vez
que no fuese capaz de identificar una pareja de palabras de la lista en otra secuencia
de palabras. Con cada error, la potencia de las descargas eléctricas se iba
incrementando hasta alcanzar 450 voltios.
En realidad, el experimentalista y el alumno eran un
psicólogo y un actor que buscaban evaluar a los voluntarios que tomaban el rol
de profesor, a quien se hacía pensar que el alumno estaba recibiendo choques
eléctricos. A medida que se incrementaba la intensidad de los choques, el actor
que representaba al alumno reproducía grabaciones de gritos y quejas. Cuando el
nivel de los choques era más alto, el actor golpeaba los muros de la habitación
luego del choque eléctrico que castigaba cada respuesta equivocada.
Al llegar a este punto, muchos de los voluntarios indicaban
su deseo de detener el experimento y revisar la condición del alumno. Sin
embargo, la mayoría continuaba administrando descargas más intensas tras cada
respuesta equivocada una vez que el experimentalista les garantizaba que su
responsabilidad era conducir el experimento hasta el final. Muchos de los
voluntarios en el rol de alumno mostraban señales de tensión con los gritos del
alumno. Pero la mayoría de los voluntarios continuó el experimento hasta el
final.
Milgram elaboró dos teorías basado en su experimento. Por un
lado, un sujeto que no tiene ni la habilidad ni la experiencia para tomar
decisiones durante una crisis, delega la toma de decisiones al grupo y a su
jerarquía. Por otra lado, la obediencia consiste en que una persona se ve a sí
misma como el instrumento para llevar a cabo los deseos de otra persona, por lo
tanto no se ve responsable por las consecuencias de sus acciones.
Los resultados del experimento de Milgram fueron, y aún son,
objeto de acalorada controversia al tratarse de una cuestión ética, en el cual
los voluntarios, en el rol del profesor, son básicamente engañados y sometidos
a una situación de tensión que puede tener efectos duraderos. Por otro lado, la
comunidad científica señalaba como irresponsable la extrapolación de los
resultados del experimento con eventos como el Holocausto.
Sin embargo, los
estudios psicológicos de Milgram, luego publicados en detalle en su libro Una
mirada experimental a la obediencia a la autoridad, están considerados como uno
de los más importantes del siglo XX y han sido reproducidos en múltiples
ocasiones.
En 2010, en el documental francés El juego de la muerte (Le
jeu de la mort), un grupo de investigadores recreó el experimento de Milgram
como una crítica a los reality shows. De los 80 concursantes en el rol de
profesor, solamente 16 eligieron detener el experimento antes de llegar a la
mayor dosis de voltaje en los choque eléctricos de castigo al estudiante.
Quienes llegaban a este punto del experimento no se consideraban esencialmente
malvados o insensibles. Simplemente hacían lo que les era indicado, animados
por el público en un estudio de televisión.
Tal vez por la oscura fascinación que producen las
circunstancias que llevan a personas ordinarias a obedecer órdenes y cometer
actos atroces, se encuentran referencias a los experimentos de Milgram en
canciones como We do what we're told, de Peter Gabriel, y en películas y series
de televisión.
Si bien el experimento de Milgram no permite conclusiones
fáciles, sí invita a reflexionar sobre la autoridad que guía nuestras acciones,
bien sea un líder religioso, una figura política, un jefe, una ideología o el
mensaje en un libro. Cuando obramos por un bien mayor a nombre de una jerarquía
superior a nuestra percepción, vale la pena detenerse a pensar cuál es el bien
y hasta dónde somos marionetas de esa limitada percepción que es la esencia de
la naturaleza humana.
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