Hay un lugar donde siempre seremos
nosotros.
En el que nuestro nombre tendrá
significado más allá de lo que indique la etimología.
En el que seremos alguien para uno,
o para muchos. Donde están nuestras raíces, donde ancla nuestro presente, donde
soñamos nuestro futuro, donde siempre habrá una casa a cuya puerta ir a tocar
cuando la inclemencia arrecie, con un café, un mate o un vino y, sobre todo, un
par de brazos fraternos y un hombro dispuesto a consolar la pena esperando
adentro.
Donde los recuerdos y el pasado unen, porque
las desventuras y las esperanzas han ido de la mano, incluso cuando nos hayan
encontrado en veredas opuestas, porque el idioma, ese idioma de infancia como
cantaba María Elena Walsh, es un secreto ente los dos
.
Es ese lugar en que está inscrita
nuestra historia, una historia común a todos quienes nos rodean.
Donde los
códigos son compartidos y cada palabra tiene su propio significado: nombra lo
que todos sabemos que nombra, y no puede ser confundida con otra cosa, a
despecho de diccionarios y enciclopedias porque la costumbre, las
circunstancias o la Historia se han encargado de que así sea.
Es ese lugar en el que los gestos
son interpretados sin más; las onomatopeyas, propias, sirven hasta para zanjar
una discusión, y en el que somos parte de un todo, aunque no siempre el todo
nos guste por completo. Ese lugar es el nuestro, la tierra de cada uno de
nosotros, nuestro país.
El único que tenemos, el que
amamos: complejo, imperfecto, difícil, entrañable. No el mejor sino el propio.
Nuestro lugar en el mundo.
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