La desprolijidad de
la vida
Intentamos,
nos esforzamos, tratamos... pero a veces no es suficiente. Y entonces advienen
distintos sentimientos: impotencia, mortificación, culpa... “Si yo hubiera
hecho”, “Tendría que haber...”, “No fui lo suficientemente...” Alto ahí! Porque
la negligencia es un rasgo a corregir, sí, pero también lo es la auto
injusticia que deviene en esperar de sí la capacidad de preverlo todo,
controlarlo todo, poder todo.
Consideremos esto:
decimos “nene”, “mujer”, “hombre”, “animal” y, si hace falta, contamos con sus
diminutivos, “nenito”, “mujercita”, “hombrecito”, “animalito”… Pero no está
instituido en nuestro lenguaje usar esta palabra: humanito. Sin
embargo, en lo personal yo a veces la necesito para recordarme que soy nada más
(y nada menos) que una persona en vías de despliegue.
Esto
significa que yerro, que no todo me sale como quisiera, que, como dijo el
personaje de una película, a veces “tengo que lograr una acuerdo
entre mis aspiraciones y mis limitaciones”. Y así invito a verse a
otros, -sobre todo a quienes experimentan demasiado a menudo que sus
limitaciones “deberían” ser menores, sintiéndose culpables por “no poder lo
suficiente”-.
Pero hay algo más:
quien intenta ser el mejor humano posible con frecuencia se encuentra lidiando
no sólo con sus limitaciones: a veces pierde noción de sus propias
fronteras e imagina que debería haber
controlado factores que de ninguna manera están a su alcance.
Perdemos el criterio para discernir lo que sí depende de
nosotros respecto de lo que, simplemente, se llama “la vida”: múltiples
variables que escapan a nuestra potestad de cambio. Darse cuenta de que uno es
“solamente un humanito” también abarca este punto: sin justificarse, sin
excusas que escondan realidades… descansar de todo auto acoso al
respecto.
Dingo, mi perro,
cuando está nublado suele asomarse a mi ventana con increíble insistencia hasta
que, si el clima así lo dispone, sale el sol. El punto es que Dingo está
convencido de que, así como yo tengo “el poder” de que él tenga comida, abrigo,
cariño… debo tener cierta influencia para que el sol salga!
Y me lo reclama sin
cejar. El problema no es que él lo crea, sino
que, confieso, a veces yo me hago cargo de su expresión angustiosa y experimento
una especie de culpa absurda por no darle el sol que necesita. No deja de ser
una interesante constatación: una parte de mí es
ajena a toda razonabilidad, y allí se evidencia.
Éste es un fenómeno muy humano,
curiosamente, pues esa razonabilidad nace de un área diferente del cerebro
respecto de aquella en donde nace la mortificación o la culpa. Lo importante es darse cuenta en vez de actuarla, dándola por válida porque
somos meramente… humanitos!
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