La redefinición del umbral de inicio de la vejez está
adquiriendo protagonismo por sus implicaciones en el diseño de políticas públicas
y en la propia percepción social de la vejez. Mantener como hasta ahora la edad
fija de los 65 años (edad cronológica) tiene indudables ventajas: es un umbral
arbitrario pero generalmente aceptado; sobre él se ha fundamentado el cómputo
de personas definidas como mayores y se ha definido el proceso de
envejecimiento demográfico; todos los estudios, planes y previsiones lo han
estado utilizando durante décadas sin apenas discusión; además, es fácil
de calcular y tiene la ventaja indudable de que todo el mundo conoce su edad y
si ya ha traspasado ese umbral.
Pero tiene
inconvenientes. Provee una imagen incompleta del envejecimiento y puede ser
causa del diseño de políticas poco acertadas. La edad cronológica no tiene en
cuenta que se están produciendo progresos en las condiciones de vida, de salud,
de habilidad funcional y de esperanza de vida de la personas. Con la
utilización de esa edad fija no se valoran bien los cambios internos en la
distribución por edad de la población, ni los costes sanitarios, debido a que
la mayor parte de éstos ocurren en el tramo final de la vida, tramo que es
cambiante pues la esperanza de vida sigue aumentando y se espera que continúe
esta tendencia en el futuro. Tampoco hay una evidencia biológica que apoye ese
umbral.
Algunos científicos predicen que el primer humano que
llegará a cumplir 1.000 años ya ha nacido. Otros, sin llegar a afirmaciones tan
provocadoras, afirman que la mayoría de los niños y niñas nacidos actualmente
llegarán a soplar más de 100 velas. Lo cierto es que ninguna otra dinámica
social ha mostrado tal constancia en su evolución a largo plazo, como lo ha
hecho la longevidad. Durante el último siglo y medio, hemos ganado 6 horas de
vida por cada día que sobrevivimos. En la España de 1900, la esperanza de vida
de un recién nacido era de casi 35 años. En la actualidad hay que esperar a
cumplir 50 años, para tener por delante la misma expectativa de vida de un
recién nacido de entonces. Cabría preguntarse si, en términos de expectativas
de vida, estamos envejeciendo o rejuveneciendo.
La
extraordinaria prolongación de las trayectorias de vida individuales nos está
transformando en sociedades más añejas. Sociedades no solo con población de más
edad, sino también de más edades, transitando por períodos de vida apenas
explorados por generaciones previas. Son los centenarios y supercentenarios los
grupos de edad que más están aumentando. Este escenario ofrece algunos de los
más sugestivos retos a los que se enfrenta la investigación científica en la
actualidad. Una de las grandes cuestiones es la relativa a los límites de la
vida humana. ¿Hasta dónde podemos seguir ganando vida? Sabemos que la
longevidad humana se encuentra entre la de Zeus -eterno- y la del salmón -que
muere tan pronto como se reproduce-. Pero tenemos pocas más evidencias al
respecto, aunque sí muchas hipótesis y algunos debates apasionantes.
A primero de enero de 2017 viven en España 12.183
centenarios, dieciséis veces más que en 1970, según los datos provisionales
publicados por el INE (Cifras de población, 29-6-2017). Su evolución se ha
mantenido estable hasta principio de este siglo, pero en los últimos años
aumenta notablemente, y lo hará aún más en las próximas décadas. En 2066, fecha
máxima de la última proyección de población del INE, habrá 222.104 centenarios
(Figura 1). A partir de 2050, el número de centenarios crecerá fuertemente como
consecuencia de la llegada de las cohortes del baby-boom (los nacidos entre
1958-1977), y de las cohortes previas que también eran voluminosas.
El nuevo informe An
Aging World: 2015 del Instituto
Nacional del Envejecimiento (NIA,
por sus siglas en inglés) prevé que el porcentaje de personas mayores aumente
hasta casi el 17% de la población mundial para el 2050 (1.600 millones).
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